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Si La Rochefoucauld hubiese cazado...

El príncipe de Ligne, uno de los últimos representantes de los salones ilustrados europeos, y amante de las frases agudas, afirmaba en sus Memorias: "Si la Bruyère hubiese bebido; si La Rochefoucauld hubiese cazado; si Chamfort hubiese viajado; si Lassay hubiese estudiado lenguas extranjeras; si Vauvenargues hubiese amado; si Teofrasto hubiese vivido en París, habrían escrito mucho mejor". Convendran que, aunque no sabemos muy bien qué tiene que ver la caza con las letras, la frase resulta curiosa. Un poco de vino para el melancólico La Bruyère, o un poco de amor para el pesimista Vauvenargues, hubiesen hecho que escribiesen aún mejor. O quizá no. Porque la frase del príncipe de Ligne parece más bien una simple serpentina de ingenio, y si intercambiásemos los términos, y en lugar de un La Rochefoucauld cazador, tuviesemos uno bebedor, la sentencia no perdería en rotundidad e inventiva. Más bien entendería la frase en el sentido de los invisibles imponderables de los que pende la obra de un escritor. Durante la presentación de una novela en Barcelona, un periodista preguntó al autor cuánto tiempo le había costado escribirla. Como que éste titubeó un poco (¿se tarda, en definitiva, un tiempo concreto en escribir una novela?), se le adelantó y le dijo enarcando las cejas y entrecerrando uno de sus ojos: "¡Pero, en cualquier caso, le habrá costado más de tres semanas!". Y es que en la última presentación literaria a la que había asistido, el autor confesó con orgullo que había escrito su novela en aquel corto espacio de tiempo, lo que al entender del periodista resultaba absolutamente inadmisible.

Sin embargo, no creo que la calidad e interés de una novela dependa del tiempo invertido por el autor en escribirla. Gustave Flaubert dedicó largos años a la recopilación de datos para su novela sobre la estupidez humana (Bouvard y Pécuchet), pero en muchos momentos tanta documentación resulta ridícula, y en lugar de reirte de los personajes caricaturizados lo haces del despropósito del autor. En cambio, Goethe para escribir el Werther, aquella obra que cambió tantas cosas en la literatura europea e inaguró la sensibilidad romántica, invirtió tan sólo ¡cuatro semanas!

En nuestros tiempos, donde todo se mide por su tamaño y extensión, abunda el criterio de que cuanto más mejor. Pero una copiosa documentación tampoco es sinónimo necesariamente de calidad, y puede haber obras riquísimas en datos (entre ellas muchas de las llamadas novelas históricas), que sin embargo adolecen de todo lo restante. En un pasaje de las bellísimas Memorias de Gerald Brenan, el autor comenta que podría haber llegado a ser mejor escritor si se hubiera mezclado más con la gente y hubiera leído menos. Es decir, un exceso de lectura también puede resultar contraproducente, e incluso afectar al estilo. Goethe recomendaba a los escritores que como mucho leyeran una sola obra de Shakespeare al año para evitar caer en sus tentadores planteamientos, y curiosamente T.S. Eliot también insistía en el peligro de dejarse deslumbrar por el autor de Hamlet: "Un poeta de la grandeza suprema de Shakespeare apenas puede influir: sólo puede ser imitado. Y la diferencia entre influencia e imitación estriba en que la influencia puede fecundar, en tanto que la imitación -especialmente la imitación inconsciente- lo único que puede hacer es esterilizar".

Francisco Ayala, en su libro de ensayos Realidad y ensueño, define la novela como un intento de "representar la vida humana con el propósito de hacer evidente su sentido, es decir, interpretándola". Creo que esto es lo que caracteriza el Werther, y, por ende, toda buena literatura: un afán explícito y personal de interpretación de la vida humana. Por tanto, lo de menos es el tiempo que cueste de escribir, sean cuatro años o cuatro semanas. Lo realmente importante es lo que el autor tenga a contar, lo que nos enseñe sobre la vida y sobre nosotros mismos. Con sus propias palabras, con sus propias frases, que son las únicas que pueden influir en nosotros, y resultar, con el paso del tiempo, verdaderamente fructíferas. Como aquellas sentencias y máximas de La Rochefoucauld, que aún hoy nos admiran y deslumbran, a pesar -claro- de la poca afición del duque por la caza.

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