Pep Rivaldo
Mientras Rivaldo espera el paquete de France Football con el Balón de Oro, los entrenadores han descubierto la manera de acabar con él: detener a Guardiola.En la misma operación han conseguido saber que el mejor sistema para atrapar a Luis Figo es vigilar a Guardiola, que la mejor artimaña para sujetar a Patrick Kluivert es hostigar a Guardiola y que el mejor truco para eliminar a Luis Enrique, Bolo Zenden o Philip Cocu es fundir a Guardiola. Por lo visto, Guardiola era la mitad del secreto de Johan Cruyff y todo el secreto de Van Gaal. El secreto del Barcelona.
Cuando Guardiola está lúcido y disponible, el juego del Barça es un fluido eléctrico. A sus órdenes, el balón va y viene en sucesivas descargas con arreglo a un criterio mecánico en el que la utilidad es un producto de la armonía. Animado por una corriente continua, circula por los espacios libres con el rigor de un mecanismo automático, como el lápiz de un delineante podría recorrer las guías de una plantilla de dibujo, y siempre llega al sitio exacto en el momento preciso. En resumen, respeta las claves de la maniobra como el agua se atiene a la forma del vaso, se transparenta como una bola de cristal y ocupa invariablemente un lugar prefijado en el que se cumplen dos condiciones: lo recibe el jugador mejor dispuesto y sigue las líneas de una figura geométrica cuyo centro de simetría es el propio Guardiola.
Los últimos partidos indican que, si Guardiola desaparece, los desajustes empiezan a multiplicarse: a Van Gaal se le evapora la tinta del bolígrafo, a Núñez se le irrita el talonario, y el juego del Barcelona tarda cinco minutos en mostrar los primeros síntomas de colapso. En el campo las consecuencias son desastrosas: de repente el portero vive con los dedos en el enchufe, Bogarde empieza a levantar el césped, Figo se encierra en su callejón portugués, Luis Enrique se cae de la bicicleta, Cocu exhibe el mismo ingenio que un adobe, y Rivaldo, aquejado de un ataque de maradonitis, resulta ser una araña capaz de enredarse en su propia tela.
A partir de entonces el equipo entra en el mismo proceso de degradación galopante que el doctor Jekyll después de beber la pócima: se altera, se retuerce, se desfigura, se descompone, y lo que parecía un orfeón termina siendo una irreconocible banda de caldereros.
Esta dependencia ha reabierto el debate sobre la figura del medio centro, lo que en algún momento llamó Guus Hiddink la centralita; es decir, la encrucijada de todas las conexiones. ¿No convendría entregar el mando a dos directores? O, mejor aún, ¿no habría que dejarse de mandangas y proclamar el caos?
Quienes prefieren reducir el juego a dos porrazos, uno al adversario y otro a la pelota, pueden estar satisfechos de la confusión. Quizá sea oportuno decirles que en el baloncesto, uno de los deportes más avanzados, nadie concebiría la desaparición del base. Privados de sentido común los equipos serían un organismo sin pies ni cabeza: perderían el beneficio del entrenador en el campo, carecerían de una mínima garantía de orden y desembocarían en un burdo correcalles.
Por todo lo dicho, los Guardiola merecerían ser declarados especie amenazada y, en consecuencia, especie protegida. Démonos prisa, no vaya a ser que, al grito de Viva Panfilotti, los defensores del calcio salgan de las catacumbas, declaren la dictadura de la pasta italiana y vuelvan a imponernos el fútbol al dente.
Ya conocemos el principio que los anima: En caso de duda, patada a la dentadura.
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