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Urbanicidio

J. J. PÉREZ BENLLOCH

Los ciudadanos de Valencia tenemos una larga tradición de alcaldes de nefasto recordatorio. Escasos de competencias por el dirigismo franquista y no menos mermados de criterio dejaron que la especulación campase por sus respetos y que la complicidad con la piqueta al servicio de la necedad propiciasen maldades urbanísticas y arquitectónicas por doquier. Ni siquiera fueron plenamente responsables de cuanto acontecía, salvo desastres muy concretos e irreversibles frente a los cuales no tuvieron siquiera la vergüenza torera de oponerse. Tampoco la sociedad civil que, salvo preclaras y raras excepciones, asistió muda y enmudecida al desmantelamiento de buena parte de nuestro patrimonio histórico y su sustitución por una antología del desficasi que prosperó en la postguerra y lo que le siguió hasta anteayer, como quien dice.

Algo y aún bastante ha cambiado con el viento de la democracia. Al menos, y no es poco, el número de vecinos crecientemente sensibilizados con los trazados urbanos que se nos proponen y edificios que se yerguen. Tengo para mí que desde que el alcalde Pérez Casado predicó su mística de la ciudad como espacio de libertad y motor del desarrollo, muchos ciudadanos hemos comenzado a mirar el paraje urbano con muy otra óptica, más crítica y exigente. Que no seamos mayoría, ni menos aún determinante, no empece para que comience a prosperar cierto repudio de los desmanes o agresiones al paisaje urbano. Aunque inserto en un vasto contexto de indiferencia o de inepcia -muy propio de este censo meninfotista- los amigos de Valencia constituyen un colectivo cívico a tener en cuenta.

Pero es obvio que todavía no se le tiene. No, al menos, el grupo municipal que gobierna con patente de corso -maravillas de la mayoría absoluta- la capital y que acumula méritos para sumarse a la antología de la aberración urbanística. Tal es el caso del casi centenar de sobreelevados que se proyecta perpetrar en la zona del Ensanche capitalino para mayor gloria del agio y degradación de un espacio que, en el colmo de los despropósitos, se tiene por protegido. Protegido ¿contra quién, si es apuñalado por su presunto protector?

Alegan las autoridades que mediante este estiramiento de los edificios se igualará la rasante, armonizando así la altura de los inmuebles construidos en distintas épocas. Por la misma regla de tres podrían proponernos derruir algunas plantas de los que se elevaron junto a monumentos señeros, sin el menor respeto hacia los mismos ni a su entorno. Basta darse un garbeo por el Jardín del Turia y contemplar los estragos cometidos en las rasantes de sus riberas. Pero claro, esa remodelación a la baja resulta inviable en el orden económico. Lo provechoso es apilar sobreelevados, esas horrendas boinas que han desfigurado la calle de Colón y cuyo lamentable ejemplo no parece disuadir a nuestros planificadores, prestos a rasar ahora el barrio de Ruzafa como prólogo, de colar este embolado, de otras infaustas y muy rentables operaciones. Si esta chapuza no se puede impedir, suscribamos, como mínimo, las cualificadas condenas que se han fallado contra este urbanicidio que ampara Rita Barberá.

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