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Tribuna:LA REFORMA ADMINISTRATIVA
Tribuna
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La politización de la defensa de la competencia

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

Hay una relación probada entre el número de veces que alguien pronuncia la palabra politización y la dosis de espíritu antidemocrático que circula por sus venas. No deja de sorprender que alguien se atreva a decir que hay que despolitizar decisiones como, por ejemplo, la de fijar la cifra de pensión mínima no contributiva, o la cantidad de ayudas que se quiere dar a las empresas eléctricas, a la minería del carbón o a la defensa del medio ambiente. Los técnicos pueden medir y calcular las consecuencias de estas medidas, pero, en una democracia, no existe otra forma que no sea la discusión política para decidir este tipo de cuestiones, que no puede decidir el mercado.Las decisiones libres de los consumidores y los empresarios, sin intervención de los políticos, determinan el dinero que cada uno consigue en el mercado. Pero en aquellos casos en que se usa la coacción del Estado para extraer dinero a unos ciudadanos y dárselo a otros no hay otra forma que no sea la política de decidir quién y cuánto dinero se llevan unos u otros. Cuando se pide que se despoliticen estas cuestiones, lo que en realidad se está pidiendo es que se deje a uno solo (normalmente el Gobierno) decidir a quién quiere dar el dinero sin que los demás puedan opinar.

Siendo cierto, si queremos que funcione bien la economía de mercado debemos evitar que la política (el Gobierno) se inmiscuya en decisiones privadas. Esto sí es politizar lo que no se debe y esto es lo que está haciendo el Gobierno con las sucesivas reformas que está elaborando, por medio de leyes y decretos-leyes, del derecho español de defensa de la competencia.

Las reformas de la ley aumentan el intervencionismo del Gobierno en la aplicación del derecho de la competencia. La independencia del Tribunal de Defensa de la Competencia se ataca en la medida en que el Gobierno se reserva la posibilidad de variar por decreto su composición. Por otra parte, al Servicio de Defensa de la Competencia, que depende del Gobierno y que antes sólo tenía facultades de instrucción, se le añaden otras resolutorias y, aunque se deje un recurso al Tribunal, éste no se podrá ejercer por los empresarios que hayan sido sometidos a la presión por el Gobierno. La terminación convencional tiene sentido, pero sólo si se deja en manos de quienes no puedan recibir órdenes del Gobierno. Si se quiere dar al Gobierno alguna función en las concentraciones nunca debe ser la de poder negociar las condiciones, pues puede usarse para otros fines.

Si algo necesitábamos cambiar de la ley de 1989 era justamente despojarla de los residuos que dejaban al Gobierno meter las manos en las decisiones empresariales a través del Servicio, que depende jerárquicamente de los políticos. A veces copiamos mal, y en vez de copiar a Alemania, donde el prestigioso Bundeskartellamt (Oficina Federal de Carteles) es un órgano independiente que realiza la instrucción y la resolución de los expedientes, nos inspiramos entonces en Francia, país de larga tradición intervencionista, donde la instrucción está reservada a órganos políticos dependientes del Gobierno. Se puede comprender que hiciéramos esto en 1989 porque estábamos empezando, pero ahora han pasado 10 años y no se entiende por qué el Gobierno no ha tenido en cuenta leyes recientes, como la italiana o la inglesa, que refuerza las facultades de los órganos independientes para salvaguardar la competencia frente a los monopolios.

El buen funcionamiento de la economía de mercado requiere que la aplicación del derecho de la competencia quede en manos independientes, alejadas de todo interés político inmediato. La justificación es fácil de entender, ya que la intervención del Gobierno en las decisiones empresariales es fuente no sólo de ineficiencia, sino de corrupción y de dominación política y, en definitiva, va en menoscabo de la libertad. El Gobierno puede y debe retener, como sucede en Estados Unidos, la facultad de perseguir a los empresarios que atenten contra la competencia, pero no debe inmiscuirse en la instrucción y, mucho menos, en la adopción de resoluciones que pueden ir en contra de la libertad empresarial. Los órganos de competencia son siempre beneficiosos cuando ayudan con sus propuestas e informes ( facultad que, por cierto, también se le recorta al Tribunal) a liberalizar la economía. Cuando aplican el derecho de la competencia, su función pasa de ser beneficiosa a ser extremadamente delicada. Pero cuando el Gobierno, que a lo que debe dedicarse es a liberalizar, se quiere meter a aplicar ese derecho, pasamos de un terreno delicado a una zona peligrosa. La defensa de la competencia es un instrumento necesario para el buen funcionamiento de una economía de mercado, pero supone cercenar la libertad del empresario y, por su carácter excepcional, su uso debe ser cuidado exquisitamente, asegurando la independencia de los órganos que la apliquen y garantizando que no pueda ser utilizada para fines políticos.

Los motivos que llevan a elaborar leyes que aumentan el intervencionismo son siempre los mismos. El primero, creer que son mejores que los demás gobiernos y que, por ello, ese incremento en sus facultades de intervención lo usarán por interés general. El otro es el de creer que van a permanecer siempre en el Gobierno y que, por tanto, van a ser los únicos podrán usar los mecanismos de poder que introducen en las leyes para forzar a los empresarios a actuar en favor de sus objetivos. Lo primero es discutible, pero lo segundo es siempre equivocado. Mientras haya democracia, la sustitución de unos políticos por otros es inexorable. Por lo mismo, se equivocan aquellos empresarios que no se atreven a criticar esta reforma que, en vez de reducir el intervencionismo actual, inmiscuye al Gobierno aún más en las decisiones empresariales. Si piensan que no hay que preocuparse, porque este intervencionismo será utilizado por sus amigos, algún día comprobarán que es usado por los que no son tan próximos.

Con todo, pienso que el Gobierno no se ha enterado hasta el momento de lo que esas modificaciones significan. No creo que el contenido antiliberal de esta reforma sea intencionado. De hecho, es contradictorio con otras de sus políticas, como la de completar las privatizaciones, que va en el sentido correcto de disociar la política de las decisiones empresariales.

A alguno le puede parecer ingenuo que piense así. Se equivocan, son 30 años dentro de la Administración los que me sirven para saber que muchas de las leyes, decretos y órdenes que se aprueban, antes y ahora, no son el resultado de actuaciones deliberadas de los gobiernos, sino de disputas burocráticas entre órganos administrativos por asumir competencias. En este caso, el Servicio le ha ganado por goleada al Tribunal. Alguien podrá pensar que ha ganado el de más inteligencia, más habilidad o menos miedo, pero yo quiero recordar que es fácil ganar cuando se cuenta con un árbitro casero, pues Servicio y Gobierno, a estos efectos, son la misma cosa. Y poco importaría quién hubiera ganado si no fuera porque el Servicio es un órgano que puede recibir órdenes de los políticos, y el Tribunal, no.

Tampoco importa quiénes estén al frente de los distintos órganos. Tengo una excelente opinión de quien ha nombrado el Gobierno del PP para dirigir políticamente el Servicio de Defensa de la Competencia, pero ésa nunca debe ser la guía para diseñar las instituciones. Los liberales aconsejan diseñar las instituciones pensando en que no estarán al frente los mejores, aunque, una vez diseñadas, deberíamos hacer lo posible para poner a los mejores. Y en este caso lo que importa es que un director general, por muy capaz e íntegro que sea, obedece las órdenes del ministro y si no lo hace, le echan.

Los problemas de diseño institucional a las que me he referido, así como la no incorporación de las experiencias de otros países europeos, se deben, en buena medida, a la forma en que se ha elaborado esta ley, ya que no ha habido un proceso previo de discusión transparente y pausada. ¿Cuál es la justificación de utilizar para estas cuestiones hasta un decreto-ley, cuya discusión se ha hurtado a los parlamentarios, que no pueden modificar esa parte de la reforma? Nada que ver con la forma en la que el Gobierno británico ha elaborado la reciente Competition Act, después de un lento y transparente proceso en el que los interesados y expertos han podido discutir las propuestas. Con el procedimiento seguido aquí, se ha logrado que la opinión pública apenas se haya enterado. Pero, si no cambia, las consecuencias de esta reforma antiliberal se acabarán viendo por todos cuando las provisiones contra la libertad de empresa incorporadas en la nueva Ley sean utilizadas con fines políticos. La ley de Murphy es de las pocas que se cumplen siempre. Lo que se diseña de forma que pueda ir mal, irá mal.

Miguel Ángel Fernández Ordóñez es ex presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia.

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