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Cháchara senil

"¿Tiene usted lumbre?". Miré sorprendido al hombre viejo sentado a mi lado, por escuchar una expresión que no se usa desde hace tiempo. "No, señor; ya no fumo". "Y yo tampoco, pero es una manera de entablar conversación, un poco tonta, lo sé". Su edad calculé era muy aproximada y cercana a la mía. Ambos apurábamos, como una copa de vino generoso, el tibio sol otoñal, bajo las ramas anoréxicas de una robusta acacia. Su aspecto era, a la vez, pulcro y raído, llevaba el chaleco mal abrochado: sobraba un botón por arriba y un ojal por abajo. Al cuello, un cordón que sujetaba las gafas de montura metálica. La corbata pedía una visita a la tintorería o la sustitución por otra o por ninguna.Un solitario entre los miles que residen en Madrid y que suelen verse en los parques públicos en horas de oficina. Suele ser una situación voluntariamente asumida; muchos tienen familia, hijos, nietos independientes, con los que sustentan una sólida y tenue relación. Viudos, separados, solteros, solos en la vida, administrando la siempre escasa pensión que, por una providencia compensatoria, equilibra la pérdida del poder adquisitivo con la merma de las necesidades. No es preciso comer más de una vez cada jornada y con mesura, los viejos sudan poco y la higiene corporal puede espaciarse dos o tres días. La ropa, si es antigua, dura mucho.

Como no podía ocurrir de otra manera, en el tercer encuentro, sin cita previa, en la misma plazuela del barrio, intercambiamos confidencias que eran más bien monólogos a dúo. Como tema favorito y recurrente, la soledad, no con tono quejumbroso, sino meramente testimonial. Cada uno contaba lo que le parecía bien y los argumentos eran muy similares, intercambiables. Un remoto pudor proscribía evaluar nuestra condición solitaria.

"¿Ha ido usted por el centro de día de la tercera edad?", cuestionó.

"Alguna vez, pero como no sé jugar al mus ni a la garrafina...". "Yo tampoco, y se me hace cuesta arriba aprender". Se producían largas pausas espontáneas, como si las hubiéramos ensayado. Paladeábamos el placer de tratarnos de usted, sin la menor intención de apearlo. "Vivo sin apenas echar de menos la compañía; viene una vez por semana la asistenta que me presta mi hija para poner un poco de orden y aseo en la casa. Ya conoce usted que en nuestro barrio casi no hay gente joven, así es que me he habituado al silencio en la calle, en la escalera... Y como estoy cada vez más sordo...". Dejábamos las frases sin concluir, porque no era necesario, compartiendo la tertulia con las palomas y los gorriones, para los que él desparramaba unas migas sacadas del bolsillo.

"Tengo teléfono. ¿Usted...? "También". "Por si me ocurre algo, como si el teléfono arreglara las cosas". "¡Hombre!, para avisar a alguien...". "Suena muy de tarde en tarde. Alguna equivocación o esas ofertas que rara vez nos interesan. Ayer me fue imposible interrumpir a una esforzada señorita que elogiaba las ventajas de tener cuatro aparatos comunicadores en el mismo piso y otros servicios que jamás utilizaré". No quise quedar atrás: "Pues a mí se empeñaron en venderme algo sumamente sólido y duradero, cuando tan efímeros y transitorios somos". "Menos mal que el teléfono resulta económico, sobre todo si no lo utilizamos".

El tema de los alifafes y enfermedades está proscrito, hasta ahora. Solía ser objeto de cháchara interminable entre ancianos y antes presidía las conversaciones femeninas, proclives a describir, con minuciosidad, los inacabables partos propios y de allegadas. Si acaso, en cierta ocasión, y muy por encima, rozó el tema de los achaques que comienzan a sufrir los hijos. Una breve alusión: "¿A qué hospital suele ir usted?", como hubiera podido preguntar por el círculo, el café o el bar preferidos. No intercambiamos tarjetas -a mí me quedan cuatro, con los bordes amarillentos, el teléfono y el código postal anticuados. Con el usted nos arreglamos en esta relación social platónica. Tampoco nos preocupa el cambio de siglo y de milenio. La última vez que le vi mostró alguna desazón egoísta ante lo que te pueda ocurrir dentro de 15 o 20 años.

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Hace una semana que no baja, y los pájaros revolotean expectantes en torno al banco de madera.

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