Anorexia
LUIS GARCÍA MONTERO
El culto al cuerpo desemboca finalmente en la negación del cuerpo. Los caminos de la exaltación pueden convertir la realidad en una palabra vacía, en la piel de una silueta sin carne. Insistimos en legitimar una verdad, elaboramos un molde de escayola con el respeto de las frases hechas y vaciamos el contenido, el interior de las rutinas, las entrañas, los órganos vitales que sostienen la respiración de nuestro mundo. La plenitud de la belleza corporal y el esplendor de la tierra convertida en ser humano, de la tierra con curvas y profundidades, con praderas y bosque, con movimientos azules y miradas tentadoras, acaban en la servidumbre de una figura tristísima, famélica, una publicidad pagada de la muerte. Algunos adolescentes que quisieron convertirse en puro cuerpo, que quisieron definirse por un culto social a la verdad rotunda de la carne perfecta, terminan conviviendo de una manera enloquecida con la huella palpable de su esqueleto. Algunas modelos que cruzan la pasarela de la fiesta, el pecado y la seducción, esconden el desnudo de un cadáver, parecen víctimas de un campo de exterminio y al quitarse el vestido recuerdan inmediatamente los dibujos del moralismo medieval, aquellas formas humanas en descomposición que debían imaginar los fieles para alejarse de las tentaciones, los abrazos terrenales y los placeres cálidos. La anorexia es un extraño fin de recorrido: el culto humanista al cuerpo, que nació como canto de alegría mundana y de orgullo vital, ha desembocado en el teatro y en la verdad de la muerte.
La anorexia es una enfermedad, pero también debemos tomárnosla en serio como metáfora, indagar en ese lado social que padecen los diagnósticos. Además del cuerpo, otros signos de nuestra aventura han recorrido el paisaje de la legitimidad para acabar en su propia negación. Vivimos en un diccionario de palabras muertas, en un museo que acumula formas de escayola, en un vertedero de mentiras legitimadas por el esplendor vital de sus orígenes. La muchacha que niega su cuerpo, que persigue en el espejo la salpicadura fúnebre de sus costillas y la forma seca de su vacío, habita la ciudad de las carnes tristes, representa la paradoja íntima de una justificación moral fracasada, de una legitimidad hueca. La sociedad que levantó la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad ha ridiculizado la posible existencia de un mundo libre, fraternal y justo, asumiendo el vértigo enfermizo de la autodevoración, del mismo modo que un adolescente niega su cuerpo en la espuma negra del culto al cuerpo. La anorexia simboliza una información libre que se consume a sí misma y se convierte en un medio implacable de control de las formas de pensamiento. La anorexia explica el orgullo con el que las democracias cierran los ojos ante la desigualdad, ante la usura legalizada, ante el espectáculo acumulador del neoliberalismo posesivo. Hay quien se siente heredero del pensamiento ilustrado al repetir el estribillo hueco de la razón, de la libertad, de las leyes, ante las evidencias de la realidad y los deseos alternativos. Pero otro tipo de herencia ilustrada, la que no cierra los ojos, nos invita a meditar en los orígenes y en los resultados de nuestra anorexia.
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