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Los chinos

Cuando yo era una niña, el mestizaje era una cosa que pasaba en el extranjero. En nuestra pequeña visión del mundo había mestizos sobre todo en Brasil o en Estados Unidos, donde los blancos se habían mezclado con los negros. Todas esas rubias del colegio con un apellido eslavo o anglosajón no sólo no eran consideradas mestizas, sino que parecían ostentar un grado de evolución mayor al del resto de las niñas, las castañas del montón o las cetrinas feúchas, una suerte de privilegio por tener su sangre diluida por las arterias de Europa y no por las venas abiertas de América Latina. Tener un apellido de origen teutón y los ojos azules y transparentes no remitía a algo tan bajo como la inmigración, la necesidad de trabajo y el afán de supervivencia, sino a viajes confortables y a negocios prósperos, a vidas interesantes y cosmopolitas en las que la nacionalidad, de Francia para arriba, dejaba de ser socialmente determinante para convertirse en una carta blanca, muy blanca. Sin embargo, las rubias medio extranjeras de mi colegio eran mestizas. Ellas entonces ni lo sospechaban y, de haberlo sabido, habrían llorado como princesas que sienten invadido su cálido palacio por los malos del mundo, cuyo eslabón más cercano eran las Sánchez Pérez o las Rodríguez Gutiérrez. Aquél era un Madrid muy clasista, sólo hace veinte años.Creo que ahora, aparte del poder adquisitivo, que siempre ha distinguido, hay una nueva división de clases que tiene más que ver con la raza y con la cultura que con el apellido. Madrid empieza a ser una ciudad multirracial, pero las diversas culturas apenas se relacionan todavía o sólo lo hacen de modo ocasional. Chueca, por ejemplo, es un barrio muy chino, y no en sentido figurado. Desde hace unos años han proliferado unos nuevos establecimientos, tipo el viejo "ultramarinos" pero regentados por chinos en lugar de gallegos, en los que casi a cualquier hora puedes hacer una variada y socorrida compra: los chinos tienen leche y papel higiénico, yogures y pasta de dientes, tabaco y bebidas, cereales, mecheros y una comida de animales.

Como yo tengo poca organización doméstica, frecuento bastante las tiendas de los chinos. Voy por las noches o los fines de semana y los chinos ya me conocen. Me atienden muy sonrientes y casi sin palabras. Como los dependientes de los Todo a 100, donde compramos velas y cuerda de tender. En el restaurante Janatomo, en la calle de la Reina, nos reciben con la familiaridad que supongo recibían antaño a los clientes habituales de una casa de comidas de barrio, y la Facción Rialto ha logrado imponer su presencia en el Zheng, un restaurante chino sólo para chinos donde al principio se resistían a sacarnos su auténtica carta argumentando que no entenderíamos su comida. No sabían con quién se jugaban los yuanes y ahora nos regalan naranjas de la China. Los niños y los adolescentes chinos juegan con los otros en la plaza de Vázquez de Mella, forman ya parte de nuestro paisaje.

Y, sin embargo, algo indefinible nos separa todavía de nuestros vecinos chinos. Aun los conocidos, los chinos siguen siendo muy misteriosos y nos miran sonrientes desde una gran distancia que no sabemos precisar de qué puede estar llena. ¿Cómo nos ven? ¿Qué vida llevan, aparte de la comercial? ¿Tienen amigos occidentales? ¿Por qué nuestros idiomas no se confunden? Exactamente, ¿dónde viven los chinos? Pues bien, he estrechado lazos de amistad con los chinos a través de un cachorro encontrado en la calle de Hortaleza al que acogimos una noche y que resultó ser chino, de familia china. Se llama Tintoretto, aunque entonces no lo sabíamos y resulte paradójico, y se comportó como una delicia oriental. Había algo distinto, delicado y encantador, en sus gestos, en su educación de perrito de cinco meses. Cuando apareció su dueña, una señora china, se produjo esa escena de alegría propia de los reencuentros con el animal perdido y ese vínculo entre el dueño y el rescatador que supera razas y culturas. Sin embargo, algo extranjero se mantenía entre nosotras, algo difícil de superar que suplíamos con carantoñas a Tintoretto y con frases de rigor. Hasta que, a punto ya de despedirnos con tan feliz final, la señora china me preguntó "¿Cómo te llamas?". Y nos presentamos. Así que supongo que en unos años seremos más y distintos mestizos.

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