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Mercado y Estado, una pareja estable

La dialéctica entre el mercado y el Estado no se va a resolver en medio plazo, según el autor, ni van a cambiar las reglas.

La economía actual, al menos en nuestro entorno occidental, es una aceptada combinación de libertad económica, que se expresa por la actuación de los agentes en el Mercado, con una multiforme presencia de la Autoridad Económica, que simplificadamente denominaremos Estado y que se manifiesta a diferentes niveles jerárquicos: ayuntamiento, comunidad autónoma, Administración central, Unión Europea... Esta presencia la notamos en los controles e impuestos que impone, en los servicios que proporciona y en las actuaciones que protagoniza o impulsa.La convivencia entre Mercado y Estado, dos de las grandes instituciones de nuestra sociedad, ha sido y sigue siendo tensa. Para los defensores del primero, el Estado se entromete en el procedimiento y resultados del libre juego de la oferta y la demanda más allá de lo estrictamente necesario (que para un ultraliberal son muy pocas cosas). Por otro lado, para los partidarios de un Estado fuerte, no se debe dejar al Mercado que tome decisiones sobre temas importantes, como la salud, la educación, la vivienda, la investigación, la regulación laboral, la previsión social, etc. Sin embargo, ambas instituciones han demostrado su interés para la sociedad y de su actuación conjunta a lo largo de este siglo se han desprendido importantes beneficios para los ciudadanos, que en nuestro entorno occidental pueden resumirse en fuerte crecimiento económico y mayores niveles de igualdad, es decir, más bienestar económico.

Por eso creo que, quizá con cierta resignación, estas dos instituciones van a tener que seguir conviviendo durante bastante tiempo, y con un sistema de reglas no muy diferente del actual. No son, probablemente, una pareja enamorada, tampoco una pareja bendecida por los teóricos ultraliberales o ultraestatalistas, sino más bien una pareja aceptada por los más templados social-liberales que transitan en torno al centro político. Podríamos calificarla de "pareja de hecho", y, sobre todo, de pareja estable.

Hemos asistido desde hace años, en los ambientes universitarios, a frecuentes debates sobre el papel que deben jugar el Estado y el Mercado. Esta discusión también interesa en los círculos políticos e intelectuales, y es bueno que meditemos sobre esta cuestión en nuestra sociedad finimilenar. El siglo XX nos ha enseñado muchas cosas en este campo y podemos afrontar el XXI con ideas más claras que las que teníamos hace cien años. No se puede defender, después de lo que ha llovido, un Estado paternalista que se ocupe de "todas" o "casi todas" las necesidades de sus infantiles súbditos, postura propia de regímenes totalitarios de uno u otro signo. Tampoco estamos dispuestos a dejar en manos del Mercado decisiones sobre si las personas pueden o no acceder a servicios básicos, o la propia defensa de su dignidad.

Cuando el Estado ha pretendido llevar todo el protagonismo en el campo económico, se ha mostrado ineficaz (recordemos los resultados de las economías estatalizadas de los países comunistas), sin entrar en sus repercusiones sobre la libertad de los individuos. El Mercado sin correcciones tampoco es nada ilusionante: ¿quién se ocupa de los servicios necesarios pero irrentables?, ¿quién mantiene la competencia y evita los abusos?, ¿quién cuida el medio ambiente?, ¿quién trabaja para una distribución más justa de la renta?... Hasta ahora la institución que mejor ha sabido dar respuesta a esas preguntas ha sido el Estado. Es cierto que las economías con un Mercado amplio, fluido, competitivo y trasparente, como la norteamericana, han crecido a un gran ritmo, y algo de eso tratamos de copiar en Europa. Pero no olvidemos que determinadas conquistas sociales son impensables sin la actuación de la Autoridad Económica.

La discusión en nuestros días está en el "hasta dónde": hasta dónde llega el Mercado y desde dónde actúa el Estado, o viceversa, y este es el campo de la controversia. Trataré de esbozar una opinión: pensando en cada individuo, el Estado debe estar al principio, propiciando la igualdad de oportunidades (educación obligatoria en determinados niveles y en todos gratuita para el que lo necesite), y al final de la cadena, garantizando unos mínimos (de ingresos, de atención sanitaria...); también debe cubrir servicios necesarios para la sociedad o regular los mercados. Pero, en lo demás, la libre actuación de los individuos en el Mercado es la mejor garantía de crecimiento y libertad. Cada uno decide libremente el esfuerzo que va a poner en cada actividad; el Mercado premiará a los más competitivos y guiará la actividad hacia el crecimiento económico. En esta lucha por alcanzar el éxito no todo es justo, algunos parten peor dotados (física, intelectual o económicamente), otros tienen, simplemente, mala suerte, y apuestan por un caballo perdedor; también los hay que no se esfuerzan lo suficiente. Para todos estos casos, tan frecuentes, hacen falta las garantías, los controles y hasta la benevolencia del Estado.

Pero no se acaban aquí las funciones del Estado. Hay otra que merece destacarse: "debe cuidar el futuro". Es peligroso dejar a la iniciativa privada la preocupación por el bienestar de las generaciones futuras, pues hay muchas actividades irrentables pero fundamentales para tener un futuro mejor, como el cuidado del ecosistema, determinados tipos de investigación o la conservación de algunos bienes culturales.

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En una economía crecientemente globalizada, donde los competidores están en cualquier parte del mundo, se ha puesto de manifiesto la ineficiencia que produce una excesiva presencia del Estado, y muchos socialdemócratas, antes bastante estatalistas, miran el Mercado con esperanza. Pero tampoco debemos renunciar a determinadas cotas de igualdad que hemos conseguido en Europa y que nos envidian en otras latitudes, y eso lo garantiza el Estado. ¿Es esa la tercera vía entre el liberalismo y la socialdemocracia? Creo que merece la pena profundizar en ella.

Pero me queda una última reflexión: ¿no es hora ya de superar las fronteras nacionales? En nuestro caso, estos problemas hay que debatirlos cada vez más a nivel europeo. Pero creo que no basta: el derecho a la igualdad no es sólo de los europeos, es de toda la humanidad; lo mismo ocurre con la libertad, y no se es libre en la miseria; y si hablamos de solidaridad internacional o intergeneracional, vemos que el ámbito supera claramente nuestras estrechas fronteras. Un mundo global exige respuestas globales en determinada legislación, en algunos servicios y en la redistribución de la riqueza, y eso precisa de un planteamiento político supranacional. Y si a alguno no le parece necesario, que se plantee la posibilidad de organizar una votación en la que participen los 6.000 millones de habitantes del planeta para decidir la redistribución de la riqueza en el mundo, que actualmente disfrutamos entre unos pocos. ¿O es que no somos demócratas?

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