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Fusiones

Uno de los rasgos más característicos del tiempo que nos ha tocado vivir es la conversión de la economía en baremo decisivo y patrón de referencia último de todas las actividades humanas. Siempre ha sido así, por supuesto. Si Roma destruyó a Cartago, fue porque los cartagineses amenazaban el monopolio comercial latino en el Mediterráneo. Si la Iglesia predicó las Cruzadas contra el Islam, fue porque la agitación social de los campesinos sin tierra en Europa hacía necesaria una válvula de escape. En otro orden de cosas, uno tiene la sospecha de que el falso ecologismo que se ha puesto de moda en la sociedad española (pocos países europeos en los que individuos e instituciones pasen más del medio ambiente) tiene que ver con la venta de innecesarios cuatro por cuatro, de carísima ropa deportiva y de parcelas en urbanizaciones del extrarradio.Sin embargo, hasta ahora, estas realidades económicas no fueron nunca aceptadas como tales por el imaginario colectivo. Los ciudadanos romanos estaban convencidos de que, al aplastar a Cartago, estaban salvando la civilización. Los cruzados creían a pies juntillas en la defensa de la fe y en que la muerte en el campo de batalla les garantizaba el paraíso. Los ecociudadanos del momento presente aún nos ponemos tiernos con algún programa de National Geographic, por más que nos mostremos muy poco dispuestos a renunciar al aire acondicionado o a usar el transporte público para ir al trabajo.

En los últimos años, esta confortable seguridad en la legitimidad moral de nuestras acciones y creencias ha empezado a resquebrajarse. Todos aceptamos que lo que ocurre sucede por estrictos imperativos económicos y que la economía manda, hasta el punto de que carece de sentido contravenir sus postulados. Los políticos nos venden descaradamente que su programa electoral sólo incluye proyectos rentables. Los escritores confiesan sin rubor que la buena literatura ya no vende (como si lo hubiera hecho alguna vez) y que hay que producir best-sellers para inundar los puntos de venta de las grandes superficies. Los clubs de fútbol ni se molestan en hablar de la cantera y, con una rigurosa lógica de sociedad anónima, fichan jugadores exóticos a golpe de talonario. La cosa ha llegado a tal extremo que ahora son los banqueros los únicos que velan pudorosamete la cuenta de beneficios con argumentos éticos. Por ejemplo, la insaciable expansión de las grandes empresas españolas por Iberoamérica se nos vende como la continuación de la empresa de Indias. Lo cual es verdad, pero literalmente: aquello fue política de empresa y esto, también.

En este ámbito de la Banca acaba de producirse, no obstante, una interesante novedad en la Comunidad Valenciana. Hace algunos días, los partidos políticos valencianos se ponían de acuerdo para consensuar la proporción de miembros del Consejo de Bancaixa de cara a su futura fusión con la CAM. Me concederán que, en un contexto en el que parecen incapaces de ponerse de acuerdo en nada -desde la AVL hasta el itinerario del AVE-, los ciudadanos no podemos menos que celebrarlo. Es verdad que la noticia vino acompañada del habitual intercambio de reproches entre unos y otros, pero estos fuegos de artificio hace tiempo que nos dejan fríos, desde luego más que los castillos y las mascletàs.

¿Que por qué nos alegramos? Es evidente que para la gente de a pie todo esto no nos va a reportar ningún beneficio directo. No obtendremos créditos hipotecarios más baratos ni préstamos personales con menores cautelas garantes. Si acaso, habrá una sucursal y su correspondiente cajero más cerca de casa. La razón es otra. En el mundo de la aldea global, cuando se están desintegrando casi todos los lazos comunitarios que se mantuvieron vigentes durante siglos, es muy importante que las agrupaciones territoriales y humanas se cimenten sobre bases menos movedizas que las tradicionales. En un momento en el que ha dejado de ser evidente que los valencianos -o los andaluces o los alemanes o los europeos- comparten un repertorio de mitos, de costumbres, de fidelidades lingüísticas y culturales, bueno será que, por lo menos, compartan un mismo horizonte económico, una única red de intereses, que a esto parece haberse reducido la vida social.

El iberismo, la ideología peninsular unitarista que intentaron imponer, por la fuerza, los Austrias y los Borbones y, con la razón, Unamuno o Prat de la Riba, acaba de ganar una batalla -todavía no la guerra- desde que el BSCH y el grupo portugués Champalimaud han contraído matrimonio. El lebensraum germánico, que tantas vidas humanas costó en dos guerras mundiales, se está convirtiendo en una obviedad desde que los países del este de Europa ingresaron en el área del Deutsche Bank o, incluso, como en Montenegro, adoptaron el marco para moneda nacional. Pues bien. El día que Bancaixa -la antigua Caja de Ahorros de Valencia- y la CAM -la antigua Caja de Ahorros de Alicante y Murcia- se fusionen, el viejo problema de la invertebración valenciana, la irrefrenable proclividad de Valencia y de Alicante a tirar cada una por su lado, se irá atemperando poco a poco. Un espacio económico está sustentado en las inversiones que en él se realizan y estas tendrán su origen, en gran medida, en la nueva Caja Valenciana. Con la ventaja añadida de que no será una entidad totalmente privada y de que los ciudadanos, a través de sus representantes democráticamente elegidos, podrán controlar sus decisiones. Si el sentimiento comunitario valenciano se refuerza con dicha fusión, habrá que concluir que, del mal economicista que a fines de este siglo nos aqueja, el menos, y que lo que catalanes y vascos, gallegos y canarios, lograron hace años, también es posible en la Comunidad Valenciana. Por increíble que parezca.

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