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Borgiana

LUIS DANIEL IZPIZUA

Ocurrió hace algún año, y su recuerdo, que bien podría ser atroz, no ha dejado de perseguirme con su inaudita certeza de que yo fui entonces lo que en algún lugar aún debo de seguir siendo. Lo intolerable no reside tanto en ese recuerdo al que me acojo, como en mi ilusorio desamparo de ahora. Entonces, supe a quien me debía. Hoy persigo inútilmente esa convicción con el temor de que jamás podré poseerla. En mi experiencia, el río de Heráclito y yo somos la misma cosa: si entonces fui la ficción de alguien, mi realidad actual no sería menos ficticia, aunque si ese alguien es otro ya yo no sería aquel que fui.

Sucedió un atardecer. Fiel a mi costumbre, me hallaba sentado en un banco del paseo, frente al Urumea. Creo que me deleitaba en la verde exuberancia de la otra orilla, apenas incomodado de vez en cuando por el traqueteo de algún tren que apuntaba hacia una u otra de las llanuras que nos son vecinas. He solido gozar de compañías diversas; pero nunca había sentido el apremio de salvar distancias. Nunca, hasta aquel día. Demasiado absorto quizá, no fui consciente de su llegada, de modo que para cuando la percibí debía de llevar ya un rato sentada. Concluí que era la mujer más hermosa que había visto nunca. Hubiera querido llamarla Beatriz, pero sabía que ese nombre cifraba un deseo juvenil y no me pareció adecuado apropiármelo. Sorprendentemente, sin embargo, un deseo juvenil me exaltaba.

Conocía, por mi lectura de Borges, el inútil empeño que puede suponer querer vencer una distancia. Aquiles nunca dará alcance a la tortuga, me dije, y tampoco será impulso suficiente este febril deseo para llegar hasta ella: para recorrer los escasos dos metros que nos separan, antes tendré que recorrer un metro, y antes medio, y antes la millonésima parte de un centímetro. Decidí no aventurarme por ese embudo infinitesimal en el que se abisman nuestras esperanzas. Pero me resolví a entablar conversación con ella.

-No quisiera importunarla, pero veo que no soy el único en saber disfrutar de esta estruendosa soledad del Urumea-, le dije.Entonces me miró. Si alguna vez he sentido ese rebrote de la ceniza que es saberse amado, fue en aquel momento. Pero ella me corrigió:

-Esta estruendosa orilla del Arno, querrá decir. Nuestro país se hunde. Ayer asesinaron a Aldo Moro. Aunque sospecho que este país no es tal vez el suyo.

Le aseguré que su país no se había hundido, y que veinte años después era el mío el que parecía desprenderse como un lodazal río abajo. No sé si me comprendió. Sólo la oí susurrar que yo era real al fin y que me necesitaba, y el beso ahogó cualquier otra intención de dar validez a aquel instante. Supe que la abismal tiniebla del infinito de Zenón había sido vencida, que no sólo Aquiles podía alcanzar a la tortuga, sino que ese encuentro podía además celebrarse en épocas distintas. Conjeturé que esa evidencia atentaba contra el recto pensamiento de cualquier vigilia. Pero esa sospecha no me azoró. Aún guardo como testimonio de aquella tarde los tres botones de nomeolvides que me regaló su pelo.

No la volví a ver. Tarde tras tarde me he sentado después en aquel mismo banco, y he tratado de imaginarme el Arno, tanto del lado del Carmine como del de Ognissanti. Cualquier esfuerzo por encontrarle alguna semejanza con el Urumea ha sido inútil, de donde infiero que sus palabras no surgieron de una confusión insensata, sino que ambos contemplábamos realidades distantes. Lo único que compartíamos era nuestra común presencia. Pero ella me vivía en Florencia, mientras que yo la vivía en San Sebastián. Pueda ser que dos sueños coincidan en el tiempo y se mezclen. Lo sorprendente es que coincidan y se interfieran en dos épocas distintas. En este caso, es plausible otorgar a uno de los dos prioridad sobre el otro. Pueda ser que ella me soñara una tarde de 1978 tal como yo sería veinte años después. Excluyo la posibilidad de ser yo quien la soñara. Haría de ella polen de un sueño que no ha vuelto a repetirse. Si mi existencia no fuera soñada, no existirían sus noches, ni tampoco sus días que me hunden en las sombras, ni existiría ella. Sólo espero que viaje alguna noche, y su río se confunda con el mío, y vuelva a entrar ella en su sueño y me bese. Son casi polvo ya los corvos miosotis, y mis pasos de hoy resuenan en una fría noche veinte años más vieja. Es la sola convicción que me salva.

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