Niños lanzados a cien por hora
Más allá del "karting", los aprendices de piloto apenas encuentran salidas para desarrollar su pasión
Visite uno de esos campos de tierra donde las líneas blancas de cal parecen trazadas para estrábicos y dos equipos de jovencísimos futbolistas se pegan por sacudir a un balón. Aparque en la cuneta de un repecho o de un pequeño puerto, y aguarde con paciencia el paso de un pelotón de cadetes con sus bicicletas y sus ruedas aparentemente desproporcionadas. De regreso a casa recordará la habilidad de un centrocampista de enormes calzones o la agilidad de un escalador incipiente, y se dirá que probablemente dentro de 15 años alguno de ellos se habrá convertido en modelo de éxito deportivo.Visite ahora uno de los dos únicos circuitos de karts que existen en el País Vasco y compruebe aturdido cómo niños de siete, ocho o nueve años dominan un juguete con ruedas lanzado a 100 por hora. Creerá que todos merecen un hueco en la Fórmula 1, pero dentro de 15 años el 99,9% se habrá hartado de girar sobre un circuito tortuoso; de girar sobre sí mismos para no llegar a ninguna parte. Con sus cascos enormes y sus monos de competición parecidos a pijamas de invierno, los aprendices de piloto viven la tensión de la competición con una displicencia digna de cerebros templados. Se lo pasan bien, eso es todo. Son niños.
Su vocación, en la mayoría de los casos, supone una dulce tortura para sus progenitores. Como deporte, es más bien caro. Como satisfacción, impagable. O eso afirman la mayoría de los padres de los jóvenes pilotos que hurgan en su economía para que sus pilotos domésticos dispongan de un kart competitivo, esto es, que funcione sin sobresaltos.
Más o menos, la temporada viene a suponer un desembolso aproximado de medio millón de pesetas, éstas para no comprometer la dignidad de los pilotos. El gasto se completa con la adquisición de un kart, inversión raramente inferior a otro medio millón. A partir de dicha cifra, uno puede gastarse lo que quiera en mejorar el chásis, los frenos, el motor o lo que su capricho considere oportuno. Apenas hay equipos; la mayoría se patrocina a sí mismo y compite a título individual. Tampoco existen circuitos fijos, salvo los de Olaberria (Guipúzcoa) y Güeñes (Vizcaya), el primero creado hace dos años, el último hace uno, lo que obliga a improvisar escenarios urbanos para variar la ubicación de la docena larga de pruebas del campeonato vasco-navarro.
Como si de feriantes se trataran, el pequeño circo del karting vasco acude a las ciudades en fiestas para competir en calles y avenidas de asfalto reparado y decorado con todas las medidas de seguridad exigidas.
Correr en un circuito es otra cosa. En el de Güeñes, por ejemplo, existe una pequeña zona de boxes habilitada junto a un talud de tierra. Lejos del secretismo que existe en la Fórmula 1, los mecánicos ajustan sus pequeñas máquinas suspendidas sobre caballetes, conversan entre sí y se consultan a la hora de decidir si escogen ruedas lisas o con dibujo para competir. Amenaza lluvia, pero sólo amenaza.
Como Hakkinen
Difícil entender cómo los cuellos frágiles de los pilotos de siete, ocho o nueve años soportan el peso del casco. Sorprende también su actitud ante el volante. Algunos tratan de relanzar sus máquinas despegando la espalda del asiento y empujando con el cuerpo hacia delante. Otros permanecen recostados en actitud aparentemente relajada y apenas ladean la cabeza a la hora de negociar las múltiples curvas del retorcido circuito. Alguno, mezclado entre el público, comenta que Mika Hakkinen, nuevo campéon del mundo de F 1, hacia diabluras con sólo seis años y un kart de fortuna.
Sólo los pilotos que han cumplido los 16 años tienen acceso a una máquina con marchas. Aunque existen diferentes categorías, según la cilindrada del vehículo (125 o 250 cc.) compiten al tiempo pilotos de cualquier edad superior a los 16, por crueles que puedan resultar a veces las comparaciones en meta.
El dorsal 23 acaba de destacarse por la cola en la prueba de 125 cc. Gira 10 segundos por vuelta más lento que el peor de los competidores y es saludado a su paso por meta por un rival cuarentón que se dirige a boxes con el casco en la mano: ni siquiera ha podido arrancar; su cadena, como la de una bicicleta vulgar, ha quedado sobre el asfalto. Tras agacharse a recogerla se ha limitado a preguntar dónde es la siguiente prueba.
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