Gritos de mujer, agonía del hombre
Cada vez que grita una mujer humillada por la violencia física, además de una espantosa tragedia individual, se escucha el alarido de una vieja sociedad que agoniza. Cuanto más se acerca su final, más se nota la rabia y su violencia estéril.Hace más de un siglo, las masas se convirtieron en el principal protagonista y en las representantes de un nuevo orden social que venía de la mano de la industrialización, la ciudad y la fábrica. Hoy, a las puertas del nuevo siglo, la mujer es también protagonista y representante de una nueva sociedad, democrática y centrada en la atención y el servicio a los demás. Por entonces, aquellas voces que se negaban a entrar en el nuevo orden, se levantaron contra las masas, atribuyéndoles todos los males de la sociedad que llegaba. Las masas fueron vilipendiadas y ultrajadas. Ahora, la mujer es la víctima de las agresiones de otras voces y otras fuerzas que, como las de entonces, se niegan a entrar en la nueva sociedad y en sus nuevos valores. Son los restos supervivientes de la sociedad moderna, la de las fábricas y la cultura de súbditos. Es el Viejo Orden que se rebela y se niega a dejar su puesto, que no quiere entrar en la nueva cultura. A nuestro siglo le pasa como a ciertos políticos que, establecidos en el poder y en el éxito, les resulta impensable abandonarlos.
Mucho se ha dicho y escrito para explicar la violencia que, sistemática y brutal, reaparece casi todos los días, como si se tratara de brotes de epidemia. Las feministas levantan su voz argumentando que tales hechos ponen de manifiesto las viejas actitudes y el poder del hombre sobre la mujer. Los sociólogos señalan que esa violencia es el resultado del nuevo individualismo, que ha roto el principio de protección del que disfrutaban las mujeres, a cambio sin duda de su dedicación al mundo privado del hogar. Otros muchos señalan que la sociedad de servicios es femenina, que el próximo siglo es el de la mujer, pero ninguno supo ni quiso anticipar que precisamente por eso la mujer sería objeto de las acciones más desgarradoras de un orden social, de un tipo de hombre y de un estilo de relaciones que se extingue entre espasmos de brutalidad y terror. La violencia contra los nuevos papeles de la mujer no es un fenómeno nuevo y tampoco es reciente; al contrario, es el final, son los últimos coletazos de aquellos que se resisten, que no saben o no pueden aceptar el nuevo orden social. Son los últimos modernos.
Hablo de un orden en el que las mujeres y lo que representan son las protagonistas. Llenan el escenario social, ocupan lentamente más puestos de la sociedad y se adaptan mejor que el hombre al nuevo estilo. Y todo porque la fuerza física y la razón, que sustentaron la sociedad moderna y la explotación de los demás y de la naturaleza, ya no son válidas para la sociedad de la información y el consumo de servicios. La violencia que sufren las mujeres y lo que simbolizan está ejercida por la agonía del viejo orden, el orden de la fuerza física y de la razón dominante.
La mujer es hoy un emigrante aventajado, porque abandona un país, el del hogar, la vida privada y la afectividad comprometida, para vivir en otro que necesita actitudes y sensibilidades habituales en ella. Ese país es la sociedad de servicios donde es fundamental el diálogo, la comunicación, la negociación informal, la afectividad compartida y las relaciones con los demás. De todo eso la mujer, esa emigrante histórica pero recién llegada, sabe mucho. Una emigrante que provoca el recelo y el odio de aquellos que se manejan mal en esta nueva cultura. En la violencia doméstica, los protagonistas visibles son el hombre frente a la mujer, pero el verdadero enfrentamiento está entre el viejo y el nuevo orden. Son los restos del industrialismo, de la pesada inteligencia racional, de la democracia de minorías que, añorando viejos tiempos, intenta detener los nuevos. Por eso atacan y agreden a los representantes de la naciente sociedad. Intuyen que, en el nuevo orden, la mujer juega un papel central porque se adapta fácilmente a una sociedad que frente a la fuerza física necesita habilidades sociales y emocionales, que frente a la razón única requiere de inteligencias emocionales, que frente a la afectividad comprometida y acaparadora exige emociones múltiples y compartidas.
Si a comienzos de siglo Durkheim señalaba el suicidio como un fenómeno social que acompaña a las sociedades anómicas, de transición, esas sociedades donde las masas irrumpen en la vida pública, la violencia contra la mujer tiene también mucho de anómico en la nueva sociedad. Falta de normas donde los restos de la modernidad conviven con los comienzos de la sociedad de servicios y los valores tradicionales de la familia se negocian con los valores de la confianza generalizada. La afectividad eterna, de por vida, para lo bueno y para lo malo, se enfrenta todos los días con una afectividad compartida y distribuida entre múltiples relaciones sociales a las que nos obliga la nueva sociedad.
Ahora que asistimos en Europa a un proceso de privatización de lo público, es precisamente cuando lo privado, y especialmente el hogar, adquiere las formas y características de lo público. El Estado se privatiza mientras que la personalidad se construye en el espacio público. En eso consiste la nueva democracia emocional, en instaurar la diversidad y la funcionalidad de lo afectivo, pero en el marco de las instituciones supervivientes. Es aquí donde se produce el rechazo y la agresión al nuevo protagonismo de la mujer. Los hombres socializados en los viejos valores agonizan entre zarpazos de violencia. Las nuevas generaciones, educadas ya en la nueva sociedad, en la afectividad múltiple y diversificada, en la comunicación y el diálogo, suprimirán cualquier vestigio del antiguo orden. Mientras tanto seguiremos escuchando los gritos de la mujer, pero no mucho más ni por mucho tiempo porque el viejo hombre desaparece vertiginosamente por el desagüe de la historia.
Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política.
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