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El teatro de Castellón

PACO MARISCAL

El jueves pasado se inauguró en Castellón el teatro de ayer, y hubo farsa. El teatro de ayer era un edificio que levantó el telón por primera vez en 1894 con una pieza del género chico, con una zarzuela, que hizo las delicias y provocó el aplauso de una incipiente burguesía urbana. Era un sector de la población uniformado con los modelos de costura femenina del Blanco y Negro o con el frac, la levita y las patillas masculinas de la Restauración de Cánovas del Castillo. Era y es el edificio del Teatro Principal de Castellón una construcción singular, junto al Casino Antiguo, el edificio neomudéjar de Correos, el Instituto Ribalta, el Ayuntamiento neoclásico y unas cuantas fachadas modernistas. Algunas de éstas las hizo desaparecer el abandono o fueron pasto inmobiliario de la piqueta especuladora. Escasa, escasísima, es la arquitectura singular o histórica en la Capital de La Plana.

El Teatro Principal fue, durante las últimas décadas, madera carcomida, humedades incómodas, fríos y calores, manchas y barnices oxidados. Quedó, durante esas décadas, estrangulado en el centro de la ciudad por un urbanismo vertical que ocultó las siluetas de los campanarios. En el perfil vertical de Castellón se refleja una de las ciudades peor urbanizadas de Europa. Pero el Teatro Principal, reliquia entre bloques de hormigón y ladrillo, se ha salvado.

Centenares de millones y un trabajo experto han devuelto la cara brillante a las musas alegóricas, a los telones decimonónicos pintados a mano, a una arquitectura que fue una especie de sincretismo o suma de tendencias artísticas variadas, muy del gusto de bisabuelos y tatarabuelos de los actuales castellonenses. Tras la rehabilitación, es hoy el Teatro Principal calefacción y aire acondicionado a gusto del consumidor de la butaca, amplio escenario y salas luminosas, comodidad para quien se interesa por las artes escénicas.

Ahora, cuanto necesita el Teatro Principal es abrirle la puerta a la calle. Porque el teatro, el espacio escénico, fue un día la plaza y el mercado, el pórtico de la iglesia y la iglesia, la taberna, el mesón y el patio interior de una casa de vecinos. Y otro día se refugió el teatro en edificios singulares para consumo de una burguesía incipiente, de frac y levita, con modelos de costura femeninos calcados del Blanco y Negro, que se editaba en tiempos de nuestros bisabuelos y tatarabuelos.

Conveniente y necesario sería, pues, que el Teatro Principal, comprado y rehabilitado con el dinero de todos, abriese sus puertas por igual a la zarzuela y las orquestas sinfónicas europeas, a los grupos independientes que siempre florecieron por donde La Plana y a las compañías estelares que actúan en las grandes urbes: un teatro de todos y para todos que haga rentable, culturalmente, la rehabilitación efectuada; ahí está la tarea, ahí está el futuro.

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Porque el presente comenzó con las puertas cerradas a la calle, con una rehabilitación inaugurada de forma elitista, con una farsa: invitación y entrada gratis para un sector de la población, integrado mayormente por la llamada o mal llamada clase política; una clase política, mayormente también, con la foto y la sonrisa del omnipresente Partido Popular. Al fin y al cabo, la farsa tiene su gracia. Gracia que, teatralmente hablando, se origina en la escena cuando aparecen en la misma determinados elementos o características extrañas en el arte dramático.

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