_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Aquellos trenes

JUVENAL SOTO

Cuando yo era un niño, en España no había racismo. Mediado junio acompañaba a mi madre en uno de aquellos trenes que terminarían llegando a la playa en la que pasábamos el verano. Las locomotoras arrastraban tres clases de vagones en el convoy, y yo agotaba el infinito trayecto evitando a unos revisores decididos a impedir mis continuas visitas a segunda y tercera clase. No es que fuese un niño con vocación de protomártir ferroviario de los desvalidos, es que yo era un niño con tanta curiosidad como los otros niños, los que jamás pudieron ver los paños blancos -incluso con filigranas de encaje- que cubrían los reposabrazos y reposacabezas en los asientos de las camarillas de primera clase.

Cuando yo era un niño en España no había racismo. El tren, como todos los trenes de Andalucía, paraba en Bobadilla y allí, apostadas con sus canastos en el andén de la estación, algunas mujeres trepaban por las escalerillas de los vagones de tercera para vender cosas. Sostenían un rorro con mocos en un brazo y en el otro un cestón de enea con mazos de regaliz, tortas de no sé qué, caramelos con colorines y cañas de las que pendía un muñeco que podía ser movido por medio de un hilo hasta la agitación histérica de mi madre. Nunca entraban en los compartimentos de primera; si acaso, en ocasiones de rara magnanimidad, los revisores las dejaban vender sus baratijas y chucherías hasta los vagones de segunda clase. Ni un paso más.

Cuando yo llegaba junto a mi madre, emocionado por la compra que iba a solicitarle, siempre había una señora, distinta cada viaje, que me miraba con asombro -el desbarajuste de mis pelos, mis ojos desorbitados- hasta sonreír y pellizcarme la cara: "¡Qué mono, parece un gitanillo rubio!". Mi madre me decía que besase a la señora y a su hija, continuaba hablando con ellas y las vendedoras ambulantes bajaban del tren y se perdían tras los cristales del vagón con sus canastos en los brazos y sus rorros con mocos.

En cierta ocasión, un hermano de mi padre -mi tío Juvenal- que entonces vivía en Milán por su trabajo y por su adscripción a la francmasonería, cortó tajante la salerosa frase de la dama de turno: "No parece un gitanillo, señora, yo creo que es un morito rubio". Mi madre bostezó de espanto y, esa vez sí, mi tío me acompañó hasta los vagones de tercera para comprarme regaliz. Yo era un niño y en España no había racismo: "Fíjese si con el Caudillo las cosas están tan en paz -le decían a mi madre aquellas señoras del vagón de primera clase- que aquí no hay racismo. ¿Quién desprecia en España a los negros?". Cuando yo era un niño en España -en lo que llamaban la península- no había racismo, porque no había negros con quien practicarlo.

En aquella España, especialmente en aquella Andalucía, y en aquellos trenes de mi infancia había gitanos y moros a los que la Guardia Civil impedía viajar en primera, por más que algún vendedor despistado les hubiese despachado el billete, porque España no era racista. Los moros y los gitanos de entonces ni siquiera eran personas, como tampoco los negros que no había en aquella España.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_