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ANTE LAS PRÓXIMAS ELECCIONES

Encuestas en la cocina

Las encuestas, que forman parte de la vida política en los sistemas democráticos, adquieren un protagonismo especial cuando se aproximan las elecciones. Todos recibimos sus datos con aprensión y reverencia; y los profesionales del sector, dueños de la bola de cristal, viven sus mejores horas mientras poderosos e influyentes líderes esperan ansiosos su veredicto. Algunos expertos han desarrollado un notable arte en la interpretación de su papel -a medio camino entre el cortesano y el hechicero de la tribu- y llevan más de media vida vendiendo mercancía averiada por doquier.La controversia sobre las encuestas en las elecciones puede resumirse en dos preguntas: a) ¿aciertan o se equivocan las encuestas al predecir los resultados?; b) ¿hasta qué punto y en qué sentido influyen en la decisión de voto de los ciudadanos?

Lo del acierto en la predicción forma parte de los atributos totémicos del instrumento. De nada sirve que los sociólogos más honestos se desgañiten explicando que una encuesta no es una predicción, sino una mera fotografía de la opinión pública en el momento en que se realiza. Es como una radiografía médica: sirve para conocer el estado de aquella parte del organismo que se somete a observación, pero no necesariamente para predecir su evolución futura.

Más enjundioso es el asunto de la influencia de las encuestas en el comportamiento electoral. Parece dominar la idea de que esta influencia es real, hasta el punto de que la legislación de muchos países -entre ellos, España- prohíbe la publicación de encuestas de intención de voto en la fase final de la campaña.

Lo que está mucho menos claro es cómo operan sobre el electorado las encuestas publicadas. A veces se dice que el que un partido aparezca como claramente ganador desmoviliza a una parte de sus votantes potenciales, que pueden considerar que su voto no es necesario puesto que la victoria está asegurada. En otras ocasiones se afirma lo contrario: que la gente tiende a apuntarse al ganador y que las encuestas a quien perjudican de verdad es al que va por detrás. Lo cierto es que la casuística es variada, compleja y resistente a las interpretaciones doctrinales. Los discursos al respecto casi siempre obedecen a la necesidad de algunos sociólogos-profetas de justificar a posteriori sus sonoros patinazos o a la no menos perentoria necesidad de algunos partidos políticos de explicar y explicarse sus malos resultados.

Pero, si la influencia de las encuestas sobre los votantes es confusa y discutible, es, sin embargo, manifiesta su capacidad de condicionar el comportamiento de los candidatos, la estrategia de los partidos y el estado de ánimo de los militantes. En este sentido, la publicación de encuestas en campaña es un arma de indudable valor en la contienda electoral; con ellas se afecta seriamente a la moral de las tropas propias y a la de las del adversario y se modifican movimientos y actitudes de unos y otros.

Es cierto, en todo caso, que a veces las encuestas se equivocan incluso en esa función diagnóstica -ya que no predictiva- del voto. Es normal que en el trabajo de campo se produzcan impurezas y desviaciones que afectan a la calidad de los datos. Cuando dichas desviaciones adquieren un carácter más o menos sistemático, es posible detectarlas, cuantificarlas y, en su caso, corregirlas. Por eso en algunos sondeos se elabora una estimación de voto, que es el resultado de aplicar factores de corrección a los datos directamente obtenidos en la encuesta. Naturalmente, esto ha de hacerse con sumo rigor y precaución; al fin y al cabo, se trata de una alteración artificial de los datos. Es más, en mi opinión, debería ser obligatorio hacer público, en tales supuestos, el método de estimación aplicado en cada caso. Y, naturalmente, es una grave manipulación -muy frecuente- presentar las estimaciones de voto como si fueran los resultados de la encuesta, como hace siempre el actual Gobierno con las encuestas del CIS.

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Este recurso de las estimaciones de voto es lo que en el argot de los expertos se llama hacer cocina. Hay auténticos virtuosos del oficio, excelentes chefs que logran platos exquisitos; desde luego, no son los más afamados, no los busquen ustedes en la Goumetour ni en las páginas de los periódicos de gran tirada. También hay algún que otro cocinero desastroso capaz de destrozar los mejores ingredientes. Incluso los hay pésimos, de los que se dice que cocina sin haber ido antes al mercado.

El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) trabajó durante muchos años en exclusiva para el Gobierno de turno, que disponía de la información de sus estudios y encuestas sin obligación de compartirla con nadie. Pero un día se decidió que el Gobierno tenía que informar al Parlamento -y, por tanto, a los partidos políticos y a la opinión pública- de las encuestas del CIS, especialmente de las de contenido electoral.

El Gobierno socialista, en tal trance, tomó una decisión autopunitiva: simplemente, dio instrucciones al CIS para que no realizara encuestas de voto en periodos electorales. Si he de compartir el juguete, no hay juguete para nadie.

El Gobierno del PP ha sido más imaginativo. Puesto que las encuestas del CIS han de ser conocidas por la opinión pública, se dijo alguien en La Moncloa, convirtámoslas en un instrumento de propaganda. Dicho y hecho.

Nada tan sencillo: se realiza la encuesta, se obtienen los datos (hasta aquí el trabajo científico propiamente dicho) y se encarga a un cocinero/a de toda confianza que prepare un plato a gusto del cliente. A continuación se presentan los datos cocinados como si fueran los resultados de la encuesta, se encarga a Michavila que dé una rueda de prensa y de lo demás ya se encarga González Ferrari en TVE.

Ejemplos recientes: con motivo de las elecciones del 13 de junio, el CIS realizó encuestas de voto para el Parlamento Europeo, para las 13 comunidades en que se celebraban elecciones autonómicas y para un ramillete de capitales. Había que presagiar una contundente victoria del PP y la buena nueva fue anunciada con timbales y tambores por los heraldos oficiales. Naturalmente, no se trataba propiamente de los resultados de la encuesta, sino de los datos cocinados, presentados bajo el engañoso rótulo de estimaciones de voto. Los datos directos ofrecían un panorama mucho más modesto para las aspiraciones del partido del Gobierno y fueron cuidadosamente disimulados entre la hojarasca.

Lo cierto es que, en la inmensa mayoría de los casos, los datos directos se corrigieron en el sentido de mejorar el pronóstico para el PP y empeorarlo para el PSOE. Es imposible, aparte de lo anterior, encontrar rastros de un modelo objetivo de estimación que se pueda explicar técnicamente. Más bien, parece que se torsionaron los datos para obtener en cada caso un traje a medida.

En realidad, habrían acertado más absteniéndose de meterse en cocinas y ofreciendo sin más lo que la encuesta les decía. La corrección de los datos no sólo no sirvió -como parece técnicamente obligado- para disminuir las desviaciones, sino para aumentarlas. Se emborronó la radiografía y se indujo al error en el diagnóstico.

Repetición de la jugada en las autonómicas de Cataluña. El 7 de octubre, nuevo show monclovita para anunciar urbi et orbi la aplastante victoria de Pujol sobre Maragall; señores votantes socialistas, abandonen toda esperanza, su derrota está asegurada; yo, que ustedes, aprovecharía ese domingo para irme al campo con la familia. La estimación tuvo a bien predecir al PSC un 31% de votos y 45-47 escaños (impresionante Maragall: si hemos de hacer caso a los datos de doña Pilar del Castillo, en diez días ha recuperado un 7% de votos y siete escaños). El propio periódico gubernamental percibió adecuadamente la situación y titulaba: "El CIS irrumpe en la campaña catalana atribuyendo a Pujol siete puntos de ventaja".

En efecto, parece que este CIS de Michavila y Álvarez Cascos ha tomado la costumbre de irrumpir en las campañas electorales con datos científicos, no ya simplemente erróneos, sino fraudulentos, orientados a influir sobre las expectativas de resultados y, por tanto, sobre el comportamiento de los votantes.

Y lo visto hasta ahora no es sino un ensayo general de la gran representación de la próxima primavera. Tengan por seguro que, en plena campaña de las elecciones generales, el CIS irrumpirá de nuevo con una encuesta/ estimación cuyos resultados les anticipo desde ahora mismo: amplia victoria del PP, al borde de la mayoría absoluta (probablemente, una horquilla cuidadosamente calibrada, en las proximidades de los 170 escaños). No más para no desmovilizar a las tropas propias, pero no menos para no crear inquietud ni estimular al adversario.

En periodos no electorales, el Parlamento debería obligar al CIS a diferenciar con toda claridad los datos de intención de voto de las estimaciones y, además, a hacer público en todos los casos el método de estimación para que pueda ser técnicamente contrastado y valorado, o bien exigirle que se limite a dar a conocer la intención de voto tal como ha sido expresada por los encuestados, sin ninguna clase de elaboración ulterior -que, como se acaba de demostrar, sólo sirve para desorientar.

Pero en periodos electorales hay que evitar cualquier irrupción que no sea la de los propios partidos y candidatos que están en campaña. Y eso significa que el instituto oficial se abstenga por completo de hacer y publicar encuestas de intención de voto desde el momento en que se convocan las elecciones hasta que se celebran. Ésta es una medida de higiene democrática, recomendable en todo caso, pero totalmente imprescindible una vez que se ha comprobado que las encuestas electorales del CIS en campaña son una gran mentira.

Mientras tanto, ya que se avecinan grandes fastos electorales, yo recomendaría al público en general que, en materia de encuestas, observen una prudente dieta y cambien de restaurante, porque está claro que los cocineros al uso -empezando por los del CIS- no son muy de fiar.

Ignacio Varela es director del Departamento Electoral del PSOE.

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