Arte y parte ORIOL BOHIGAS
En el Grand Palais de París sigue abierta una exposición de la obra de Honoré Daumier de gran interés desde dos puntos de vista: el de la sociología del arte y el de la constatación de ciertos orígenes de la modernidad.Daumier es, sin duda, el mejor caricaturista político del siglo XIX francés y el más persistente en una radical ideología republicana a lo largo de los complicados avatares monárquicos posnapoleónicos. Empieza a publicar en los últimos años borbónicos en La Silhouette y luego, reclamado por Charles Philipon, ilustra con sus magníficos grabados La Caricature -recordemos el famoso Luis Felipe en forma de monstruoso Gargantúa- y después en Charivari, una revista que con sus textos y sus caricaturas fue el testimonio más agresivo de los republicanos contra los vicios de la monarquía de Luis Felipe, la época de oro de la alta burguesía que prosperaba sobre los graves problemas sociales y económicos de la clase trabajadora. Las caricaturas de Daumier son de una elegante agresividad y alcanzan tal eco popular que el régimen teme reacciones violentas. En 1831 y 1832 es condenado a seis meses de cárcel y desde allí sigue dibujando sus acusaciones, hasta que en 1835 Luis Felipe impone una severa ley de censura a la prensa: se prohíbe declararse republicano y representar en los dibujos y grabados la figura del rey. Daumier sigue impertérrito y encuentra la solución: dibuja al rey de espaldas al lector. Pero tiene que aceptar un cambio temático y a partir de entonces se dedica a la crítica de las costumbres de la época, la ridiculez de la justicia y de las leyes, la vida cotidiana, la miseria del pueblo. Con la revolución de febrero de 1848 se abren las puertas a la Segunda República y Daumier puede empezar a dedicarse a su vocación de pintor, pero no se resiste totalmente a su ímpetu crítico y vuelve al ataque ante los primeros atisbos bonapartistas, creando la memorable figura de Ratapoil. El Segundo Imperio le proporciona nuevos temas, pero ya da prioridad a la pintura, en la que la voluntad revolucionaria se expresa en términos más específicamente artísticos. Durante el Imperio y la Tercera República renuncia dos veces a la Legión de Honor, realiza su Prométhé enchaîné, símbolo del desastre final de la Francia de Napoleón III, y Durant-Ruel organiza una exposición retrospectiva un año antes de la muerte del artista, con un éxito muy limitado. La amistad y la admiración de Balzac, Millet, Delacroix, Corot, Baudelaire, Degas, no logran situarle otra vez en la merecida consideración pública. Muere ciego y arruinado en 1879, en la casa de Valmondois que le había regalado Corot.
Pero la importancia de la obra de Daumier no se reduce al acierto de esos contenidos críticos, tan comprometidos políticamente. Sus innumerables grabados son unas obras exquisitas, un punto culminante de técnica y de expresión en el arte del siglo XIX. La tradición de los grabadores de los dos siglos anteriores es recogida pero alterada profundamente con una sorprendente tendencia al pictorialismo, seguramente como un testimonio de su auténtica vocación a la que no pudo dedicarse plenamente hasta los últimos años de su vida, una época que culminó quizá en la famosa serie de pinturas sobre el Quijote, un personaje que fue el ejemplo de su personal idea del heroísmo.
Es precisamente en el conjunto de su obra pictórica donde se pueden analizar más directamente los primeros pasos de una especial modernidad que los artistas de la próxima generación supieron apreciar. Aunque se pueden clasificar ciertos trazos relacionados con el primer impresionismo, lo más trascendental quizá sea su anticipación a las distintas fases del expresionismo. No se trata sólo de los contenidos temáticos tan lejos de los últimos restos del academicismo, ni de la voluntad de descomposición, que en realidad era una composición radicalmente innovadora, sino también del uso del color y de la decisión de los perfiles que parecen proceder de su práctica como litografista pero que en la pintura toman otro protagonismo tan intencionado como lo seran en Cézanne, en Van Gogh, en Matisse y hasta en Picasso, cuatro artistas que directa o indirectamente manifestaron una especial atención a la obra de Daumier. Unos años después de su muerte se empieza a comprender la magnitud de su obra y se le considera el primer francés que se manifestó independiente de las corrientes establecidas -contrapuesto a Ingres, Delacroix, Meissonier, Flandrin, referido sólo al maestrazgo de Rembrandt y Miguel Ángel- y que comprendió que la pintura de asunto y el realismo no se agotaban en el tema y en su precisa descripción, sino en la "vitalidad plástica" -el "ahondar en la tela" que Seurat había de proclamar-, según un nuevo método formal que se convertiría en una de las prioridades del arte moderno. A menudo los historiadores del arte han sido ambiguos en su clasificación. Los menos sutiles se refieren todavía a la perfección y a la agresividad de sus grabados, pero los más sagaces lo sitúan como el "gigante del arte moderno", como un fundador incomprendido, como el primer pintor del pueblo en términos de una cultura exigente.
Esta exposición en el Grand Palais ha coincidido durante unas semanas con otra dedicada a Chardin, lo cual ha sido muy gratificante para los amantes de la historia comparada. Un siglo antes que Daumier, Chardin fue también un revolucionario, una afirmación contra lo que representaba, por ejemplo, Greuze, su contemporáneo que también había intentado en otra línea el género doméstico y burgués. La temática cotidiana, la extraña composición casual de los bodegones, la expresión vulgar de los retratos y la incertidumbre del trazado eran novedades importantes, pero se relacionaban todavía con los cánones del ancien régime. Una magnífica pintura histórica, un eslabón indispensable, pero más allá de las fronteras de la modernidad, las que un siglo después Daumier supo traspasar en medio de la incomprensión pública.
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