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Tocando la lira mientras arde Roma

GABRIEL JACKSON

El 14 de octubre, el Senado de Estados Unidos votó en contra de la ratificación del tratado de prohibición de las pruebas nucleares. Un texto que fue lenta y penosamente negociado durante más de una década. Fue firmado por Estados Unidos en 1996, y desde entonces ha sido adoptado por un total de 152 naciones, y ratificado por 26 de los 44 países que hoy tienen capacidad técnica para fabricar armas nucleares. En los últimos meses, como preparativo para la votación en el Senado, los actuales jefes del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos, y una amplia representación de prestigiosos diplomáticos, físicos y antiguos miembros del sector de defensa, han declarado que, en realidad, el tratado consolidaría la actualmente abrumadora superioridad nuclear de Estados Unidos; que su ratificación animaría a los que no lo ratifican -como China, Rusia, India y Pakistán- a presentar el tratado a sus órganos legislativos; que el tratado dificultaría mucho más la proliferación de las armas nucleares, y que sus disposiciones prevén el establecimiento de unas 320 estaciones de control por todo el mundo, que serían capaces de detectar explosiones de tan sólo un kilotón (una quinceava parte de la potencia de la bomba que destruyó Hiroshima).En vista de las consternadas reacciones de prácticamente toda la prensa responsable de Estados Unidos, y de los primeros ministros del Reino Unido, Francia, Alemania, Japón y de muchas otras naciones, no es realmente necesario demostrar las virtudes del tratado, ni lamentar el desastre político y psicológico que supone su rechazo. En cambio, me gustaría explicar, si es posible, las actitudes que impulsaron ese voto del Senado. Para empezar, todos sabemos que la gente muchas veces actúa de modo más decisivo por motivos emocionales que siguiendo la lógica de sus intereses racionales, e incluso de sus intereses vitales, como en el caso que nos ocupa.

El voto, en el contexto de la política estadounidense, ha constituido un tremendo acto de venganza por parte de la élite republicana conservadora, esos hombres que consideran que ellos, y sus antepasados de los últimos dos siglos, representan la más elevada sabiduría y moralidad de la sociedad estadounidense. El año pasado se sintieron ultrajados porque los ciudadanos de Estados Unidos no compartieron su decisión de destituir al presidente por su deplorable utilización del Despacho Oval para aventuras sexuales propias de un adolescente. Llevan siete años pifiando en contra del hecho de que un hombre que evitó el servicio militar en la guerra de Vietnam, que habla con acento plebeyo, que se vio moralmente corrompido por instituciones elitistas (en el mal sentido de la palabra), como la Facultad de Derecho de Yale y la Universidad de Oxford, haya dado a menudo muestras de ser más inteligente y estar mejor informado que sus rivales, y que haya seguido disfrutando de una alta tasa de aprobación por parte del pueblo estadounidense, que también parece ser inmoral.

El claro odio hacia Clinton es la principal explicación para que se negaran incluso a estudiar la posibilidad de posponer la votación, cosa que se les había pedido con insistencia para evitar que los desacuerdos en la política interior estadounidense aparecieran en los titulares de la prensa de todo el mundo. Pero, naturalmente, hay otros factores que existían antes de que odiaran a Clinton, y que continuarán influyendo en la política estadounidense aún durante muchos años. Uno es la obsesión con la tecnología como respuesta a los problemas políticos. No ven motivo alguno para tomarse en serio a todos esos desaliñados que hablan tantos idiomas diferentes y que tienen esas ideas tan raras. Estados Unidos tiene los ordenadores más potentes del mundo. Cuenta con el arsenal nuclear más complejo. Puede llevar a la quiebra a los demás antes de llegar a quebrar él mismo (un importante principio para los planes de la guerra de las galaxias de la década de los ochenta). Tiene que mantener su abrumadora supremacía nuclear, y para ello tiene que construir y probar nuevas generaciones de armas. Por tanto, no nos interesa firmar el tratado de prohibición de no proliferación nuclear.

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El acompañamiento lógico a la obsesión por la tecnología es un enorme miedo a los resultados del espionaje. El último medio año ha sido testigo de un debate muy divulgado sobre el posible espionaje supuestamente cometido por científicos asiáticos, y asiático-estadounidenses, que trabajan en laboratorios nucleares de Estados Unidos. En la evaluación de daños del servicio de espionaje estadounidense se afirmaba que "no sabemos si se ha adquirido algún diseño, documentación o prototipo de armas... hasta la fecha, el agresivo esfuerzo chino de recopilación no ha tenido como resultado ninguna modernización aparente de su fuerza estratégica desplegada, ni ningún desarrollo de nuevos ingenios nucleares". Pero estas valoraciones tan sensatas no impiden que los alarmistas republicanos afirmen que China (que posee 450 armas nucleares, frente a las 10.000 que tiene Estados Unidos) pronto tendrá una capacidad igual a la nuestra como consecuencia de "robar" los secretos estadounidenses. De hecho, sería imposible afrimar cuál es la causa de los errores de juicio, si una absoluta ignorancia de los hechos o una paranoia acerca de los secretos robados por espías. Brent Scowcroft, asesor de seguridad nacional del ex presidente Bush y uno de los muchos expertos que insistieron en la necesidad de la ratificación del tratado, calificó de "patético" el breve debate del Senado.

Otro factor que explica el rechazo al tratado es el lugar relativamente pequeño que ocupa el mundo exterior en las operaciones mentales de la mayoría de los estadounidenses, y en este aspecto los senadores no se diferencian mucho de las personas a las que representan. En las universidades, y entre las clases profesionales de las grandes ciudades de las costas atlántica y pacífica, existe efectivamente una activa preocupación por la cultura, por las ideas políticas y por el potencial económico y militar del mundo exterior. Pero para la gran mayoría de los estadounidenses, los extranjeros son personas que desean emigrar a Estados Unidos, que necesitan que Estados Unidos les salve cuando acaban metiéndose en frecuentes guerras, que llevan una ropa muy interesante y que tienen montones de curiosidades que ofrecer a los turistas. Los estadounidenses no son aislacionistas en el sentido literal de la palabra. Sencillamente, es que no se toman en serio al resto del mundo más que en los momentos de crisis, y que lo poco que escuchan y leen sobre dichas crisis tiende a confirmar su sentido de superioridad y su deseo de no implicarse más de lo necesario.

En lo que respecta a los senadores, existen otros delicados puntos psicológicos a tener en cuenta. Los senadores se tratan unos a otros con una calculada deferencia, y no hay nada que limite los meandros por los que discurren sus largos discursos. Además, la Constitución establece que los tratados se firmarán con su "consejo y consentimiento". La obsesión por el secreto en el poder ejecutivo, junto con la complejidad y las prolongadas negociaciones internacionales, hace imposible buscar constantemente el asesoramiento del Senado. Pero también es muy comprensible que a este club de 100 augustos legisladores que se consideran a sí mismos el cuerpo legislativo más importante del mundo no les guste que se les pida consentimiento para cosas sobre las que han aportado escaso asesoramiento.

Ninguna de las anteriores consideraciones hace en modo alguno menos nocivo el hecho de que estos caballeros se dediquen a tocar la lira mientras arde Roma. En el medio siglo transcurrido desde Hiroshima, las principales potencias nucleares han puesto límites parciales a la expansión del armamento nuclear, pero en realidad no han hecho nada para reducir la posibilidad de una guerra, de un accidente o de una catástrofe ecológica. En estos momentos, docenas de gobiernos y otras fuerzas políticas se plantean la obtención de la capacidad nuclear. A esto es a lo que me refiero con que arde Roma. El Senado de Estados Unidos nos acaba de mostrar lo vital que resulta para las más respetables fuerzas políticas cuerdas del mundo, tanto en el Gobierno como fuera de él, presionar para que haya un auténtico desarme nuclear en interés de la supervivencia de la humanidad (incluido el Senado de Estados Unidos).

Gabriel Jackson es historiador.

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