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LA CRÓNICA La importancia de llamarse Fancelli AGUSTÍ FANCELLI

Llevo un apellido raro. Esto tiene muchos inconvenientes, pero también alguna ventaja. Entre los primeros, debo mencionar las múltiples deformaciones y amputaciones sufridas en su transcripción a lo largo de los años. De muy pequeño, mis padres me enseñaron a defenderme de tales horrores con el arma del deletreo, que ha llegado a ser como una segunda piel de mi infrecuente nombre familiar: Francia, Andalucía, Navarra, Cataluña, España, Llobregat, Italia. Sin embargo, en nuestro país la práctica de deletrear está muy poco extendida, por lo que mi inconexo periplo geográfico a menudo no ha logrado evitar el error. El más común es que entre la efe y la a de la sílaba inicial se infiltre una erre clandestina, procedente con toda probabilidad de allende los Pirineos y que en diversos censos me ha degradado por detrás de los Fernández, lo que significa caer bastantes páginas más allá. Para bien o para mal, mi apellido nunca ha pasado desapercibido. Mucha gente, tras el esfuerzo de haberlo escrito al dictado correctamente, siente el natural impulso de realizar un comentario de texto del tipo "italiano, ¿no?". Por ello, cuando no he tenido ganas de conversación, he dado muchas veces mi segundo apellido, de origen gallego, y, desde que estoy casado, el muy catalán de mi mujer, que da mucho más el pego. Por supuesto, mis padres nunca llegaron a enterarse de tan innobles deserciones.

Pero si la mayoría son desventajas -no les quiero contar por lo que tuve que pasar cuando el malo de la serie de moda se llamaba Falconetti-, muy recientemente he descubierto una virtud en mi insólito apellido. Metiéndolo en un buscador de Internet salen 59 páginas relacionadas, cifra muy abordable teniendo en cuenta que si me hubiera llamado Fernández habría obtenido 58.745. Como cabía esperar, la mayoría de estas páginas son italianas y varias de ellas están relacionadas con el arte, lo cual excuso decirles que me otorga cierto pedigrí. La primera referencia aparece a propósito de un cuadro de Pietro Vannucci, Il Perugino, una Madonna hoy conservada en los Uffizi que pintó para la iglesia de Santo Domingo de Fiésole en 1493. Resulta que mientras decoraba esa iglesia, el Perugino aprovechó para echarse una novia del lugar, con la que acabaría casándose: la hija del arquitecto Luca Fancelli. Este hombre debía ser de cierto respeto, pues en otra página sale relacionado con Gian Battista Alberti, Luca della Robbia e incluso con Filippo Brunelleschi, con quien habría colaborado en ciertos planos para el palacio Pitti. Suya es también la Domus Nova del Palacio Ducal de Mantua. Pero el Fancelli más conocido, según se desprende de varias webs, fue Domenico (Settignano, 1469- Zaragoza, 1519), escultor, autor de los sepulcros de Diego Hurtado de Mendoza para la catedral de Sevilla y de los Reyes Católicos para la capilla real de Granada. Nada que ver con otro Fancelli, también escultor, del que sólo sé que vivió en París y estaba vivo en 1610-1615, pues construyó la caja del órgano de Vernon (Normandía, Francia), a cuya asociación de amigos del instrumento debo esta información. No sé, aunque no lo creo, si este Fancelli es el mismo que colaboró con Bernini en una de las fuentes de Piazza Navona, la de los Ríos, entre 1648 y 1651. En otro curioso sitio, dedicado a ingleses viajeros del siglo XIX afincados en la Toscana, se narra la historia de John Temple-Leader, excéntrico personaje que compró el bosque de Vincigliata y encargó la restauración de su ruinoso castillo al joven arquitecto Giuseppe Fancelli.

Paso por alto la página Heavydeo (subtitulada New Fuckin" rules), que no haría sino emborronar mi brillante currículo virtual a causa de algún depravado que se apellida como yo, y me voy directamente a una de ópera, dedicada a Aida. Ajajá: el primer tenor que interpretó el papel de Radamés en La Scala, el 8 de febrero de 1872, también se llamaba Giuseppe Fancelli, que por cierto era además el nombre de mi padre, aunque él -mi padre, no el tenor, aunque quizá el tenor también- detestaba amablemente la ópera. Y ya para acabar me paseo por dos páginas más, una británica y otra alemana, dedicadas a acordeonistas, en las que aparece reseñado Luciano Fancelli, autor de la pieza Acquarelli cubani. Concluyo que Internet sabe más de mí de lo que podía suponer. Mis inicios musicales se remontan, efectivamente, a un acordeón, un Guerrini de 32 bajos que mis padres me regalaron cuando hice la Primera Comunión.

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