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Quizás España no vaya tan bien

El simple hecho de que se intente convencernos de lo contrario mediante la incansable repetición de la famosa fórmula hipnótica, da motivos para pensarlo. Es muy probable que esa fórmula sea obra de expertos en publicidad, o en creación de imagen, o en marketing, o como quiera que se llamen esas experticias destinadas a dibujar la realidad que debemos ver. Sea cual sea su origen, su forma inclina a pensar que su invención y su uso parten de la premisa de que quienes han de oírla son gente de escaso discernimiento y poca madurez de juicio, no miembros adultos de una sociedad civilizada. Pero no está ahí el origen de mis dudas. Tampoco, aunque parezca mentira a quienes piensan que lo único que importa es la economía, en las sombras que las cifras de inflación y de balanza de pagos echan sobre la esplendorosa situación de la nuestra.Mi temerosa sospecha de que no vamos bien, sino a peor, nace de la triste evidencia de que en la vida pública española se multiplican los episodios que denotan un notable desprecio por los principios elementales del Estado de Derecho. No se trata sólo de que se los ignore, pues el desconocimiento era previsible y es remediable. Es natural que habiendo llegado hace poco a la prosperidad y a la democracia, España esté tan llena de nuevos ricos como de nuevos demócratas, y que, por la novedad de su condición, los unos y los otros tengan a veces comportamientos que cuadran mal con ella. Pueden ser molestos para los demás, pero no son una amenaza grave para nuestra convivencia mientras estén dispuestos a aprender. La amenaza surge cuando la ignorancia se hace arrogante o maliciosa; cuando los patanes hacen gala de su brutalidad, o los autoproclamados demócratas invocan la libertad y la utilizan para hacer tabla rasa de los principios que la hacen posible.

Uno de estos principios, el más elemental tal vez, es el de que hay que acatar y respetar las decisiones de los jueces, puesto que son esas decisiones las que definen la verdad jurídica en cada caso concreto. Son decisiones que no deben producirse jamás por iniciativa del propio juez, sino como respuesta a las pretensiones que se le dirigen, al término de un proceso en el que todas las partes participan con igualdad de armas, y como conclusión necesaria de un razonamiento basado en el derecho objetivo, no en las convicciones personales de quienes las adoptan. Es claro que ni esas reglas, que son producto de una cultura jurídica milenaria, ni cualesquiera otras que pudiéramos imaginar, excluyen por completo el riesgo de error o de mal uso del terrible poder de juzgar. Por eso el Derecho establece también vías para recurrir las decisiones judiciales y, en su caso, exigir la responsabilidad personal de los jueces, y por eso cabe también criticarlas. Para que la crítica sea lícita ha de tomar por objeto, sin embargo, la decisión misma, no la persona del juez que la adoptó. Denunciar las debilidades lógicas o jurídicas de las razones que el juez ofrece como fundamento de su decisión, no prescindir de ellas para atribuir la decisión misma simplemente a la malevolencia del juez, o a sus motivaciones personales, y no utilizar en ningún caso conceptos injuriosos.

Y esto último es lo que con abundancia y profusión se está haciendo en muchos medios de comunicación con motivo de la sentencia que ha condenado por prevaricación a un juez de Instrucción de la Audiencia Nacional. No soy gran lector de periódicos y la radio la oigo sólo mientras me afeito, por lo que no podría decir que no se hayan hecho críticas serias y lícitas, sean acertadas o no, de esa decisión. Las que yo he leído y oído, desde luego no lo eran. Análisis razonado, poco o ninguno; afirmaciones, insidiosas o abiertas, de motivaciones inconfesables, muchas; epítetos injuriosos (lo único que al final queda en la memoria del oyente o del lector), casi todos los que nuestra lengua ofrece.

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No he leído la tal sentencia sino en los periódicos, y no soy tampoco especialista en Derecho Penal; por falta de información o de ciencia, mi juicio puede estar errado. En lo que conozco y hasta donde sé, me parece una buena sentencia. Si la demostración de que la resolución era considerada injusta por el juez en el momento mismo de dictarla sólo pudiera hacerse entrando en su conciencia, es claro que ningún juez podría ser condenado nunca. Para que el precepto que tipifica este delito no quede vacío y el Derecho mismo (es decir, todos nosotros) entregado al albedrío de jueces que tienen una idea de la justicia que no es la imperante en la sociedad, o están dispuestos a prescindir de ella para servir a otros fines, nobles o innobles, es indispensable recurrir a un criterio extrínseco al juez, aunque no a la decisión, para determinar si ésta fue injusta y si quien la dictó tenía conciencia de ello. Para lo uno y para lo otro, para enjuiciar el contenido de las decisiones del juez y la existencia de esa conciencia de su injusticia, lo que los penalistas llaman el dolo específico, la sentencia del Tribunal Supremo recurre a la ley, a las normas en las que esas decisiones explícitamente se apoyaban; el único criterio posible y necesario.

La corrección del esquema argumental, el recurso a las normas objetivas, no asegura por sí mismo el acierto de su decisión. Los magistrados del Tribunal Supremo pueden errar al interpretarlas y contraponer su interpretación a la que el juez condenado hizo, pero esa crítica posible de su sentencia se sitúa en un plano bien distinto del plano en el que se mueven quienes los califican de inicuos o canallas. La interpretación que hace la Sala Segunda del Tribunal Supremo me parece más razonable, más adecuada y más respetuosa con los derechos de los ciudadanos, aunque sean ricos y poderosos, que la que hizo el juez de Instrucción, pero en esa discusión no querría entrar ahora porque el episodio no concluye en las críticas desaforadas a la sentencia, frente a las que ya ha reaccionado, y muy bien, el Consejo General del Poder Judicial.

A las críticas siguen ahora las iniciativas dirigidas a remediar lo que los críticos consideran como entuerto. Me parece explicable que el condenado quiera recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional, aunque es evidente que ni el anuncio de ese propósito, ni su puesta en práctica, le dan al Tribunal Supremo poder para suspender la ejecución de su propia sentencia. Menos explicable me parece que su abogado pretenda basar su decisión de ejercer la acción popular en su condición de representante de todos los españoles, pero del perverso entendimiento de la acción popular ya ha habido otros ejemplos. Lo que resulta sorprendente es que se pida el indulto como si con éste pudiese el Gobierno devolver su condición de juez a quien la sentencia privó de ella.

Para hacer conciliable la existencia del derecho de gracia con la idea de Estado de Derecho, en particular con el principio de

igualdad ante la ley, cosa nada fácil, hay que interpretar de manera muy restrictiva las normas que autorizan y regulan el ejercicio de este derecho, y es cuando menos dudoso que en este caso se den las condiciones necesarias para que sea posible ejercerlo. Pero aunque pudiera entenderse que existen y el Gobierno decidiese utilizarlo, lo que no podría hacer en ningún caso es anular la sentencia ya dictada. Puede perdonar el cumplimiento de la condena, pero no negar que el condenado prevaricó ni eliminar del Registro la constancia de que así fue. El indulto no es amnistía (que requiere ley y significa, según el admirable Diccionario de la Real Academia, "olvido de los delitos políticos") y no es imaginable que el Gobierno de un país civilizado coloque a otro órgano constitucional (el Consejo General del Poder Judicial) en la difícil situación de restablecer en el ejercicio del poder de juzgar a quien fue condenado por adoptar decisiones a sabiendas de que eran objetivamente injustas, aunque subjetivamente las considerase perfectamente adecuadas a la justicia.Salvo que el indulto lo prolongue y lo agrave, este episodio pasará y será pronto olvidado, excepto por aquellos cuyas vidas han quedado marcadas por él. Queda, junto con esa tragedia personal, una nueva herida para nuestra convivencia, un paso más en la degradación de nuestro Estado de derecho. Para evitar que situaciones de este género se repitan y que la degradación continúe es indispensable abrir un debate sobre cuestiones que son mucho más importantes para nuestra vida pública y mucho más abiertas a la decisión política que las relativas a la economía. Entre ellas, y por citar sólo alguna, las ventajas e inconvenientes de confiar a los jueces la instrucción de las causas penales y, muy en especial, las de mantener en manos de hombres concretos, sean cuales fueren sus méritos, una concentración de poder como la que hoy existe en manos de los jueces instructores de la Audiencia Nacional, cuyos cargos son, en apariencia, vitalicios. Otra, de importancia no menor, la de la regulación del ejercicio de la acción pública, del ministerio fiscal, pero sobre todo de la acción popular. La convergencia del poder de los jueces con el de los medios de opinión crea muchos peligros en cualquier Estado moderno. Si además la actuación de los jueces puede ser desencadenada por la famosa acción popular, que apenas existe fuera de España, las consecuencias pueden ser (están siendo ya) catastróficas.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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