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LA CRÓNICA ¡Ríete, Franz! MONIKA ZGUSTOVÁ

Monika Zgustova

Entro y veo que la sala de conferencias está abarrotada. El público, deseoso de oír la segunda charla del ciclo La Praga de Kafka, que se ha celebrado este otoño en el Centro de Cultura Contemporánea (CCCB) y que ha acompañado la exposición dedicada al escritor, llena las gradas hasta arriba y cuchichea y zumba como una colmena. ¿Tantas expectativas para oír a un señor trajeado, correcto, recién llegado de la ciudad de Kafka? ¿Tanto anhelo de instruirse sobre el autor de El proceso? ¿Qué diría el escritor? No se lo creería, claro. Desde el umbral miraría a quienes le rinden homenaje y, confundido, tímido, pero riendo por dentro, se alejaría para dejarse caer en un café o restaurante cercano.Y eso es lo que hacemos después de la conferencia Jordi Llovet, el organizador del ciclo; Josef Cermák, el conferenciante, y yo. Comentamos el hecho de que 400 personas se hayan inscrito -¡pagando!- en el ciclo de conferencias y otros tantos centenares de interesados se hayan quedado sin poder acceder a la sala, y pasamos al tema de la obra completa de Kafka, traducida de nuevo y publicada por Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, bajo la dirección de Jordi Llovet. Discutimos los pros y los contras de los títulos cambiados de dos de las novelas: La transformación, en vez de La metamorfosis, y El desaparecido, en vez de América (o Amerika). Asentimos al unísono al acierto de uno de los tres traductores, Juan del Solar, al verter al castellano la palabra alemana ungeziefer -literalmente bicho repugnante, con la que Kafka adjetiva al protagonista de La transformación, hasta ahora traducida como insecto- como sabandija, término mucho más cercano al original kafkiano. "Ungeziefer, además", cuento a mis compañeros de mesa lo que hace unos meses el traductor me había explicado a mí, "es el término con el que los nazis durante la II Guerra Mundial se referían a los judíos".

Tras haberse comido un plato abundante de rovellons con butifarra y haberlo rociado con un buen vino, el señor Cermák, uno de los kafkólogos más reputados del mundo, ese señor que parece tan correcto, nos cuenta unas sabrosas anécdotas que había vivido en Praga durante los años del comunismo, historietas que sólo aparentemente no tienen gran cosa que ver con Kafka. Aparentemente, sí, porque tal vez todo lo que ha sucedido en Praga, y todos los malentendidos entre las personas, Kafka lo había predicho. Curiosamente advierto en un rincón, de espaldas a nosotros, una figura oscura, inclinada encima de la mesa, que se agita, se bate y se sacude como si padeciera el mal de San Vito. Pero no le prestamos atención porque, bajo el efecto de las palabras del señor Cermák, ante nuestros ojos surgen los personajes de sus anécdotas praguesas.

Está Günter Grass, 30 años más joven. En las tabernas de los bajos fondos de la Praga todavía gris, tabernas que huelen a bodega y a cloaca y que en la actualidad ya no existen porque la democracia las ha saneado, en esas tabernas que no hubiera encontrado en ninguna otra parte del mundo, al joven Grass le gustaba bailar el tango con mujeres jorobadas y borrachas...

Está García Márquez, 35 años más joven, ebrio de la belleza de las checas, tan irresistible que el escritor deja de resistirse y cada día conoce a dos, y hay días que a tres chicas, que el señor Cermák, ese señor ya entonces correcto, entretiene mientras el escritor pone una conferencia internacional a su mujer: "Cariño, sin ti, Praga está vacía...".

Está Carlos Barral, también bastante joven, que invita al señor Cermák a viajar de Praga a Barcelona para poder enseñarle la célebre boîte Bocaccio -que el señor Cermák a su vez juzga de local de nuevos ricos- y allí, en la sede de la gauche divine, Barral susurra al oído de Cermák: "Qué suerte vivir en un país socialista, ¡cuánto os envidio!".

Y finalmente está el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, 30 años más joven, que visita Praga un año después de la invasión soviética. Tras haber vaciado los bolsillos para hacer fondo común, la intelectualidad de Praga, expectante, bien trajeada ante tal acontecimiento, se reúne en casa del señor Cermák para un refinado banquete en honor del escritor alemán. Después de haber comido, Enzensberger, que llegó vestido con un chándal, se levanta y dice: "Me habéis decepcionado, amigos. Estáis muy aburguesados". Al oír esta voz orgullosa, el señor Cermák le invita, al día siguiente, a comer salchichas en un lugar verdaderamente obrero. La calidad del embutido es tan mala que Hans Magnus no puede con él: lo único que consigue es ensuciar su chándal de marca. Se asusta: "¡Tengo que mandar que me limpien las manchas!", y corre hacia su hotel, el Alcron... ¡de cinco estrellas, no faltaba más!

En un rincón del restaurante, la figura oscura, inclinada encima de la mesa, sigue agitándose, batiéndose y sacudiéndose. No, no es el mal de San Vito lo que tiene. ¡Tú lo has predicho, el mundo es un absurdo al que los hombres alimentan: ríete, Franz!

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