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Prevaricación judicial y legitimación democrática

JAVIER PÉREZ ROYO

La sentencia del Tribunal Supremo que ha condenado a Javier Gómez de Liaño por un delito de prevaricación por su instrucción del caso Sogecable tiene que ser analizada a partir del artículo 1.2 de la Constitución, que establece que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Pues, como ha dicho el Tribunal Constitucional, "el principio de la legitimidad democrática... es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política" (STC 6/1981). De toda y no de una parte. En consecuencia, siempre que se analice un acto de un poder del Estado, sea el que sea, hay que partir de aquí.Y es así, porque se trata de un principio que no admite excepción de ningún tipo. Todos los poderes del Estado tienen que tener una legitimación democrática. Si no hay legitimación democrática, no hay poder. Por eso la Corona es un órgano, pero no un poder del Estado. Si hay poder, tiene que haber legitimación democrática, aunque en principio parezca no haberla. En este terreno no es verdad que la excepción confirma la regla. La excepción es siempre negación de la regla. Esto es, negación de la legitimidad democrática del Estado.

Dicha legitimación democrática opera de manera distinta respecto de los poderes políticos, las Cortes Generales y el Gobierno, que respecto del poder jurídico, los jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial. Pero opera o, mejor dicho, no puede no operar respecto de todos.

Respecto de los poderes políticos, la legitimación democrática es visible. Los ciudadanos elegimos periódicamente a los diputados y senadores y el Congreso de los Diputados inviste al presidente del Gobierno al comienzo de cada legislatura, pudiendo exigirle la responsabilidad política en cualquier momento a lo largo de la misma.

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En lo que al poder jurídico se refiere, la legitimación democrática no es visible. Los ciudadanos no intervenimos, ni directa ni indirectamente, en la designación o remoción de los miembros del Poder Judicial.

Puede parecer, en consecuencia, que tal legitimación democrática no existe. Y, sin embargo, como dice el artículo 117.1 de la Constitución, "la justicia emana del pueblo...", y también tiene que tener una legitimación democrática.

¿Cómo se consigue esto y cómo se consigue no de una manera ficticia, sino de forma real y efectiva?

A través de la sumisión del juez "al imperio de la ley" (art. 117.1 CE). El juez tiene legitimidad democrática porque y en la medida en que cuando actúa, dictando cualquier resolución (sentencia, auto, providencia), no es su voluntad la que se impone, sino que lo que se impone es la voluntad general, es decir, la voluntad de los ciudadanos a través de sus representantes objetivada en la ley. El juez en el ejercicio de la función jurisdiccional no puede tener voluntad propia, sino que tiene que ser el portador de una voluntad ajena, de la voluntad general, de la ley.

Siempre que en el ejercicio de la función jurisdiccional el juez sustituye la voluntad general por su voluntad individual está cometiendo el delito de prevaricación. La prevaricación no es, en última instancia, más que la negación por parte del juez de su propia legitimidad democrática, es decir, de aquello que le hace ser juez, que le hace ser un poder del Estado.

El delito de prevaricación es, por tanto, un delito objetivo. Tan objetivo, que el artículo 447 califica como prevaricación "la ignorancia inexcusable" del juez. El juez puede prevaricar sin saber siquiera que está prevaricando. Cuando un juez, por ignorancia, sustituye la voluntad general por su voluntad particular, comete un delito de prevaricación. El elemento subjetivo no es, en consecuencia, un componente necesario de todo delito de prevaricación.

Sí es un componente necesario, no obstante, del delito de prevaricación más grave, el que está contemplado en el artículo 446 del Código Penal, que, como se sabe, exige que el juez dicte "a sabiendas" una resolución injusta.

Ahora bien, el que el elemento subjetivo sea un componente necesario para determinar si ha existido el delito de prevaricación tipificado en el artículo 446 CP no puede querer decir que si el juez no reconoce expresamente que ha dictado a sabiendas una resolución injusta no hay delito de prevaricación. Si así fuera, el delito de prevaricación no existiría nunca.

¿Cuándo y cómo se puede demostrar que el juez que ha sustituido la voluntad general por su voluntad individual lo ha hecho "a sabiendas"?

La respuesta es obvia: cuando la decisión judicial no puede ser justificada de manera objetiva y razonable como interpretación de la ley.

Es verdad que toda ley es susceptible de interpretaciones diversas y que cualquier juez o tribunal puede no acertar en la interpretación de la misma. Como ha dicho el Tribunal Constitucional, "el artículo 24.1 CE... no garantiza el acierto de las resoluciones judiciales, ni en la valoración de los hechos ni en la interpretación y aplicación del derecho vigente. Que los tribunales emitan resoluciones acertadas es la finalidad que orienta todo sistema procesal y judicial; pero la Constitución no enuncia un imposible derecho al acierto del juez" (ATC 22/1993).

Pero una cosa es no acertar en la interpretación de la ley y otra cosa es no interpretar la ley. En el mundo del derecho hay unas técnicas de interpretación comúnmente aceptadas, con base en las cuales se tiene que justificar la interpretación que se hace de las normas jurídicas. Cuando un juez no puede justificar con base en ninguna de ellas la resolución que adopta, lo que está haciendo no es interpretar la ley, sino algo distinto.

El derecho no es una ciencia exacta, pero tampoco puede ser la lotería primitiva. La seguridad jurídica exige que las resoluciones judiciales estén motivadas con base en una interpretación de la ley de acuerdo con las técnicas de interpretación aceptadas en el mundo del derecho. Si se considera que todo lo que hace un juez es interpretación de la ley, aunque sus decisiones no pueden ser consideradas como tales de acuerdo con el concepto de interpretación comúnmente aceptado en nuestra cultura jurídica, la inseguridad jurídica sería espantosa. El juez tiene, por tanto, que justificar a través de la motivación de sus

decisiones que es la voluntad general y no su voluntad particular la que se hace valer a través de ellas. Si de dicha motivación no se deduce tal justificación, no nos encontramos ante una interpretación de la ley, acertada o errónea, sino ante una sustitución de la voluntad general por la voluntad particular del juez, es decir, ante el delito de prevaricación.Esto es lo que ha ocurrido en la instrucción del caso Sogecable por el ex juez Gómez de Liaño. Ninguna de las decisiones que adoptó puede ser justificada como interpretación de la ley. Con ninguna de las reglas de interpretación de las normas jurídicas se puede llegar a la conclusión a que él llegó. En consecuencia, el juez no ha estado interpretando la voluntad general, sino imponiendo "su santa voluntad". Es él mismo el que ha suministrado con sus actos de instrucción la prueba de la prevaricación. ¿O es que hay alguien en su sano juicio y que pretenda mantener un mínimo de crédito profesional que se atreva a defender como interpretación de la ley las resoluciones instructoras del ex juez Gómez de Liaño?

En realidad, la denuncia por prevaricación debería de haber partido de la propia Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que corrigió en siete ocasiones al ex juez Gómez de Liaño en la fase de instrucción. A la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional no se le pudo pasar por alto que las resoluciones del instructor no eran interpretaciones erróneas de la ley, sino sustitución de la voluntad del legislador por la del juez. Sin duda, un mal entendido compañerismo llevó a los componentes de la Sala de lo Penal a no cumplir con la obligación que les impone el artículo 408 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y a que hayan tenido que ser los ciudadanos afectados por las decisiones prevaricadoras del instructor los que se querellaran contra el mismo.

No creo que nadie se pueda alegrar de que esta sentencia haya tenido que ser dictada. Lo deseable es que esto nunca hubiera tenido que ocurrir. Pero a estas alturas del guión, sí quiero dejar constancia de mi satisfacción por el hecho de que una actividad delictiva reiterada en el interior del Poder Judicial no haya quedado impune.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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