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Generación espontánea

LUIS MANUEL RUIZ

Con motivo de la columna que escribí la semana pasada, una voz telefónica me invitó a un programa de radio: en un estudio vagamente hexagonal con traza de cámara frigorífica nos encerraron a mí y a representantes de dos asociaciones de homosexuales que habían recibido en los últimos meses amenazas y vejaciones varias, aparte de haber visto sus oficinas vapuleadas por paladines de la más castiza integridad sexual de este país. Tema sobre el que, naturalmente, iba a versar el debate que nos reunía en aquella mesa circular. ¿Hay motivos para sospechar -nos preguntó la presentadora infiltrándose por los auriculares- que la juventud de nuestros días está alcanzando cotas alarmantes de intolerancia y xenofobia? ¿Qué han hecho los padres y educadores para que en lugar de los cachorros adorables saltase a la calle esta jauría de animales rabiosos, dispuestos a apartar a dentelladas a todo el que obstruya los caminos de su ideología? Los representantes de Colega y Somos no comprendían lo que ocurría: qué mérito les hacía merecedores de los asaltos sistemáticos que han soportado sus sedes de Sevilla y Málaga, de las pegatinas y las llamadas anónimas con contundentes promesas de muerte. El debate se alejó rápidamente del lado de las botellonas, la heroína y los barrios deprimidos; yo me limité a sugerir que por mucho que quisieran buscar entre los jóvenes la legión de chivos expiatorios que les eran necesarios a los sociólogos para pasar cuentas, alguien que no era joven, que disponía de muchos más medios y recursos, debía infectar Internet de proclamas neonazis, debía armar a las cuadrillas que aplastan cráneos por las calles, debía poner dinero y manos al servicio de editar folletos, afiches, películas y pasquines. Alguien, dedos ubicuos que no rozan los bates de béisbol ni los puños americanos, saltaba de España a Francia y luego a Alemania limpiando la Europa de nuestros hijos de magrebíes, de turcos, de prostitutas y travestidos, y luego colocaba a Haider frente a una cámara de televisión en Viena y le hacía llevarse la mitad de los votos de un país renombrado por sus cabellos rubios y por ser vieja cepa de dictadores. Sí, me dijo la locutora, todo eso que yo decía podía ser cierto, pero, por desgracia, constituía tema de otro debate: sólo queríamos saber si nuestra juventud se comporta o no como un tropel de salvajes, sin entrar en detalles incriminatorios hacia quien los ha amamantado.

No creo que la juventud de este fin de siglo, entre la que me cuento, sea más o menos depredadora de lo que lo era la del principio, de lo que lo era la de algunas de sus décadas más desgraciadamente onerosas. Y, sobre todo, no creo que la juventud sea más perniciosa ni dañina, salvo en lo estrictamente material, que cualesquiera otros de los grupos de edad que los sociólogos quieran inventar. Porque si los puños nuevos son duros, los cerebros son en cambio de escasa resistencia, y cualquier indeseable con ínfulas de escultor puede modelarlos a su antojo y provocar en ellos ideas que no cuesta nada atribuir a la generación espontánea, como antiguamente nacían los ratones y las ranas de la porquería de los establos.

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