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Reportaje:

El desgobierno municipal

El derribo de 'La Pagoda', el desalojo de los rumanos y la polémica con las prostitutas marcan los 100 primeros días de mandato del alcalde de Madrid

José Manuel Romero

José María Álvarez del Manzano, alcalde de Madrid, ha cumplido esta semana los primeros 100 días de su tercer ¿y último? mandato. Su nuevo gobierno ha tomado en este tiempo decisiones desconcertantes que han provocado rechazos generales. Y ha resuelto determinados conflictos con criterios que chocaban con opiniones defendidas por el propio alcalde.En estos 100 días, la ciudad ha vivido algunos episodios lamentables con permiso del equipo municipal de Álvarez del Manzano. Ejemplo: cayó La Pagoda, un edificio de valor singular creado por el arquitecto Miguel Fisac, fulminada por una piqueta que tenía todas las licencias municipales en regla. "Si hubiera caído una bomba atómica en Madrid", señaló hace unos días Fisac, "La Pagoda hubiera resistido". No cayó una bomba, sino el criterio reglamentista municipal, y la torre no resistió.

Para justificar el derribo, los gestores del PP improvisaron durante días respuestas vagas y lanzaron hirientes inexactitudes para eludir responsabilidades. Así, atribuyeron al arquitecto Julio Cano Lasso, ya fallecido, el error de no haber incluido La Pagoda en el catálogo de edificios a proteger que le encargaron; los hijos del arquitecto demostraron con documentos oficiales la falsedad de la acusación municipal.

Para rematar la faena, el edil de Urbanismo, Ignacio del Río, propuso a Fisac (pero sin hablar con Fisac) comprarle los planos para levantar otra Pagoda. El arquitecto dio un "no" rotundo: él no se vendía por un plato de lentejas, proclamó.

Más ejemplos. La concejal de Policía, la ex juez María Tardón, fichaje campanudo del PP, se estrenó con el desalojo de 100 familias rumanas instaladas durante un año en un polígono de Fuencarral llamado Malmea. "Los asentamientos ilegales no caben en una ciudad como Madrid", se justificó Tardón.

Las autoridades del Partido Popular disfrazaron el desalojo como una operación de limpieza de calles y perpetraron el zafarrancho a primera hora de la mañana, cuando los inmigrantes indocumentados todavía dormían en sus tiendas. La receta policial contra los rumanos, en cuya aplicación colaboraron estrechamente el Ayuntamiento de Madrid y la Delegación del Gobierno, no curó la supuesta enfermedad, basada en las quejas de 2.000 vecinos del barrio contra la invasión de extranjeros sin documentos ni permiso de trabajo. El desalojo casi nocturno recibió un reproche social tan unánime que las mismas instituciones que echaron a los rumanos tuvieron que rescatarlos y acomodarlos en campamentos situados en las afueras de la ciudad. Buscar un techo a estos inmigrantes se convirtió así en un nuevo problema para las instituciones.

En septiembre, la concejal de Policía volvió a tropezar en la misma piedra al desalojar a otras familias rumanas de un descampado estéril donde habían instalado sus pequeñas tiendas de campaña. Luego, la Cruz Roja tuvo que levantar una gran tienda para protegerles del frío y la lluvia.

En medio de esas operaciones estratégicas para la ciudad, la palabra del alcalde, que regresó al agosto madrileño para festejar a la Virgen de la Paloma, alborotó aún más el patio político. Criticó a los rumanos por irse de vacaciones a la costa. En realidad, habían viajado a la playa para seguir mendigando, porque Madrid se había quedado vacío.

Fueron las primeras muestras del desgobierno de la Casa de la Villa en un momento en que el equipo de Álvarez del Manzano intentaba tomar aire tras ganar las elecciones por tercera vez y por mayoría absoluta.

El alcalde había acabado su segundo mandato como el boxeador que está a punto de caer a la lona tras recibir varios golpes y es salvado por el toque de la campana. Sufrió las dimisiones de algunos de sus gestores principales, como el que fue 10 años concejal de Obras, Enrique Villoria, o el que trabajó de gerente municipal de Urbanismo y director de Tráfico, Pedro Areitio; y tuvo que dar explicaciones públicas por sus rentables inversiones en negocios inmobiliarios.

En los últimos meses de su segundo mandato, entre escándalo y escándalo, le quedó tiempo para apoyar el traslado de las prostitutas que trabajan junto al lago de la Casa de Campo a un lugar más recóndito del parque, conocido como cerro de Garabitas. Álvarez del Manzano avaló la idea de su primer teniente de alcalde, José Ignacio Echeverría, de alejar a las mujeres de las miradas de los niños que acudían al Zoológico o al Parque de Atracciones. Cuando le preguntó este periódico cuál sería la mejor solución para las meretrices, el regidor contestó que, si querían las mujeres, lo mejor sería su traslado a Garabitas. Una declaración poco reflexionada, a juzgar por lo que ocurrió tres meses después. A finales de septiembre, tras visitar el cerro de Garabitas, el alcalde decidió que no era conveniente llevar hasta allí a las prostitutas. El motivo: el alto valor ecológico del enclave.

Más desgobierno. Más dudas. Más contradicciones.

La reivindicación favorita de Álvarez del Manzano, una Ley de Capitalidad para Madrid, también rozó el ridículo. La segunda teniente de alcalde, Mercedes de la Merced, remitió a la oposición un texto para intentar consensuarlo. El texto resultó ser el mismo que dos años antes fue tildado de preconstitucional por Alberto Ruiz-Gallardón, cuyo Gobierno rechazó los principales criterios del borrador. Acabó en la papelera. Volver a empezar.

En otros asuntos, antes de arrancar, el gobierno de Álvarez del Manzano prefiere reflexionar. Para atender a los toxicómanos que se pinchan en el interior de las alcantarillas, en tiendas de campaña que alquilan o en parques públicos donde juegan niños, la Comunidad aprobó abrir una narcosala atendida por personal sanitario. Pronto recibió el Gobierno regional el apoyo de la Administración central, gobernada por el PP, que anunció su interés en financiar el proyecto. Pero el Ayuntamiento, también administrado por el PP, lleva dos meses de pensamientos y estudios. Temen las repercusiones legales y vecinales. Dudan y nadie sabe cuándo dejarán de hacerlo.

Ruiz-Gallardón, unos 50 kilómetros de metro en cuatro años, pierde la paciencia.

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