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Fútbol

LUIS GARCÍA MONTERO

A principios de los años sesenta, la Vega se metía en Granada al primer descuido, sorprendiendo a las casas, a los paseantes y a los niños con una amable marea vegetal. Bastaba doblar una esquina, permanecer dos minutos en el asiento del tranvía, para que las alamedas del Genil o las plantaciones de tabaco rozaran el lomo de los coches y el uniforme pintoresco de unos guardias urbanos que dirigían, armados con grandes cascos blanquísimos y silbatos ruidosos, una compleja ausencia de tráfico. Como había tierra por delante, como no existían los ordenadores ni los videojuegos, como abundaban los libros de familia numerosa, era lógico que las tribus de niños cruzasen los barrios con sus diversiones callejeras, infiltrándose en cualquier grieta de la realidad provinciana, ya fuese por encima de una tapia, por la copa de un árbol, por las soledades de una carretera o a través de la ventana de un edificio abandonado.

En mi barrio hacíamos cabañas y jugábamos al fútbol. Conservo con una exactitud de masoquismo inocente y melancólico la sensación de las heridas, el alfilerazo de los chinos en las rodillas, cada vez que un defensa demasiado orgulloso decidía cortar para toda la tarde el pulso de los regates infinitos. La infancia callejera es una hermandad de sangre, una antología personal de algodones, agua oxigenada, alcohol, mercromina, costras y cicatrices. Pero sin duda eran más graves las heridas del corazón. Antes de cada partido, los capitanes echaban a suertes el turno y elegían los jugadores de sus equipos. Los menos favorecidos iban quedándose para el final, hasta llegar al último, a ese niño desgraciado que oía la sentencia implacable: "Tú de árbitro". Todos los árbitros son unos canallas porque llegan a su silbato por el camino del rencor, escudándose en los reglamentos y en las decisiones dudosas para apagar los fuegos de un trauma infantil. El corazón negro de los árbitros permanece, es lo único que queda de aquel deporte callejero, pobre y correoso, que jugábamos los españoles en los años sesenta.

Si las diversiones públicas son el espejo sentimental de la realidad, no era sin duda buena imagen la que reflejaba el fútbol de posguerra, con un país encogido que oía en la radio el consuelo de una copa de Europa o de un Real Madrid-Barcelona, presidido por la mirada y la mano del Generalísimo. Pero la imagen que da de nosotros el fútbol de hoy tampoco es perfecta, con sus descarnadas cuentas millonarias, sus fichajes escandalosos, sus pasiones ultras, sus presidentes mafiosos y sus negocios televisivos. Entre la realidad ordenada por el Caudillo y la realidad creada por la televisión, entre el ciudadano sin libertad y el consumidor sin horizontes morales, quedan sólo los recuerdos de una esperanza, un vacío melancólico.

Lleno ese vacío cada vez que voy a Los Cármenes para ver al Granada Club de Fútbol con las rodillas cubiertas de mercromina en un partido de Segunda B. No hay mal que por bien no venga. El desastre interminable de mi equipo natural hace posible que en su estadio casi vacío flote con libertad una sombra provinciana, alejada del imperio de los bancos y de las leyes mediáticas. A sufrir como un espectador moderno, sucio de dinero, me ayuda la defensa del Real Madrid.

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