Liceo
Lo repetían cuantos asistieron a la inauguración del nuevo edificio: "Es como un sueño", decían. Pero sobraba el adverbio. En realidad es un sueño. Todas las construcciones simbólicas lo son: la basílica de San Pedro, el Guggenheim, el Big Ben, el Panteón son sueños. Los monumentos distinguen, orientan, significan y recuerdan; son símbolos de un sueño colectivo. Pero cada sueño es único. El sueño del Liceo es tranquilizador: "Nada ha cambiado, dice, soy indestructible, podéis dormir tranquilos".Cuando el arquitecto Solá Morales reconstruyó el espléndido pabellón de Mies Van der Rohe todo fueron críticas; rehacer una antigualla, decían, es kitsch. Pero ahora todos están de acuerdo en que reconstruir el Liceo ha sido una obra formidable. Quizá porque el primero simboliza el sueño de la renovación y el segundo el sueño de la conservación. La piel del Liceo conserva el sueño de la Barcelona romántica, la atmósfera decimonónica y burguesa. Sus tripas, sin embargo, son electrónicas. Y por eso es la más exacta encarnación del sueño pujolista: retórica romántica, atavío burgués y tripas despiadadamente técnicas. El nihilismo inevitable de la modernidad, pero disfrazado con la simbología de la vieja burguesía católica. Es un sueño que dice "queremos ser modernos y sin embargo antiguos, la modernización no va a destruir nuestros símbolos, nuestra retórica, las imágenes de nuestro poder". Cierto. Ese poder es, en efecto, "suyo".
Ni París continúa viéndose en la Ópera de Garnier, ni Londres en el Covent Garden, pero Barcelona, como Milán o Nápoles, quiere conservar el sueño romántico. No es el sueño de los arquitectos modernos, ni de los emigrantes de África y de Asia; tampoco es el sueño de los jóvenes, ni siquiera es el sueño de los músicos actuales cuyas óperas abominan la vieja tramoya de Puccini o Wagner. Es sólo el sueño de quienes se refugian en un pasado tranquilizador e idealizado. Es el sueño de la Cataluña que ha creado Pujol y que incluye a muchísimos votantes de otros partidos con un pasado izquierdista. Es una Cataluña que quiere competir con los países grandes y tecnificados, sin dejar de ser pequeña y familiar, es decir, controlada por muy pocos y paternalmente. Ello nos obliga a pensar que sólo un milagro puede acabar con ese sueño el próximo domingo.
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