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LA CRÓNICA El apogeo de lo imberbe ENRIQUE VILA-MATAS

¿Qué fue del inmenso prestigio de la barba? Me hice la pregunta ayer viendo por La Rambla el incesante desfilar de hombres de rostro lampiño.¿Dónde están las gloriosas barbas de antaño? Durante siglos la dignidad del hombre radicó en la barba y era ambición suprema del hombre parecerse al león. Pero a nosotros, sin que exista una explicación del todo razonable, nos ha tocado vivir en la era de los rostros afeitados. Somos tan ingenuos que creemos que dentro de poco vamos a cambiar de milenio, pero en realidad no vamos a cambiar de nada, porque seguiremos viviendo en la era de los rostros lampiños. Nuestro siglo, el más original y criminal de todos, se ha caracterizado por la gran cantidad de personas fusiladas, degolladas, afeitadas; y también por la triunfal eclosión de la mujer y la desaparición de un paisanaje viril, adornado por espectaculares barbas.

Almunia, Pérez Rubalcava... Los vemos en el televisor y nos quedamos estremecidos porque, aun cuando sus barbas buscan tender un puente socialista que nos comunique con el honrado ayer de nuestros antepasados barbudos, su pilosidad es increíblemente rancia y parece pensada simplemente para evitar que sus adversarios se les suban a las barbas.

En nuestro siglo hemos conocido el fin de la historia. De la historia de la barba, para ser más precisos. En la Grecia homérica, por ejemplo, los cabellos largos distinguían no solamente a los hombres libres de los esclavos, sino también a los nobles de los villanos. Ya antes Sansón había perdido su fuerza junto con la cabellera. Ninguna época ha tenido la barba en tanto aprecio como en el siglo XII. "Y pongo aquí mi sello cum tribus pilis barboe meoe [con tres pelos de mi barba...], dice una escritura del año 1121, citada por Cheruel en su Diccionario histórico. En esa época, cuando un hombre unía de tal modo su barba a un documento público o privado, ese gesto significaba mucho, muchísimo, porque las barbas constituían el símbolo supremo de la hombría y el honor. A comienzos del siglo XVI, según cuenta Lopes de Castanheda, un soldado español en América le pidió a su gobernador un dinero que se le adeudaba, y Alfonso de Alburquerque, arrancándose unos cuantos pelos de la barba, se los entregó diciéndole que, de momento, la administración local carecía de fondos disponibles, pero que no le faltaría quien le diese a cambio de aquellos pelos la suma de dinero que necesitaba.

"Me dicen", escribe Alberto Savinio en los años treinta, "que a las mujeres ya no les gustan los hombres con barba (¿y cómo puede la mujer, tan amante de lo normal, gustar de lo excepcional?), pero ¡ay de la mujer que ahora se enamorase de un hombre con barba!, porque volvería al amor-esclavitud".

¿No hay en estas palabras de Savinio una formidable pista para acercarnos al misterio de que los hombres anden hoy tan afeitados? Por los mismos días en que Savinio escribía esto, encontró él mismo una pista sobre el enigma en un artículo en Corriere della Sera, donde se afirmaba que el hombre afeitado se parecía a una mujer fea.

"¿Significa este abandono de la barba una renuncia a la virilidad y a las ambiciones viriles?", se preguntaba Savinio, que decía sentir nostalgia de los tiempos en los que el hombre llevaba un pequeño bosque en el rostro, y cuanto mayor era la profunda expresión de la boca, que se abría en medio de la barba, tanto más impresionante el relucir de los ojos sobre toda aquella tupida pelambre, como ojos de gigante que mirasen por encima de un bosque.

Los hombres entonces se parecían al mismísimo Júpiter e imponían respeto. Pero todo esto nos queda ya muy lejos, nuestras calles viven el apogeo de lo imberbe. Hace una hora, al decidirme a escribir sobre barbas, he salido a la calle y he recorrido siete manzanas de mi barrio con la intención de asegurarme de que no andaba equivocado en mi impresión de que son raras hoy las barbas, especialmente las pobladas. Me he cruzado con unos 100 transeúntes del género masculino, y el balance ha sido éste: unos 70 rostros lampiños, unos 20 bigotes (a lo Aznar o Maragall), unas cuantas barbas rancias (no todas socialistas), y una sola barba poblada, la del clochard del barrio. Conclusión: el desprestigio de las barbas es incluso superior a lo que había imaginado. Mi desconsuelo no habría sido tan grande si al menos hubiera yo podido mesarme las barbas.

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