Incoherencias
PEDRO IBARRA
Si un político propone subidas de pensiones , o se desplaza a conocer las quejas de los barrios periféricos se le acusa de hacer electoralismo. Se le acusa de que no creer realmente en lo que hace o dice, y que larga proclamas o promueve cosas solo para obtener más votos o no perder los que tiene. Se le acusa de ser un hipócrita, un individuo de escasa vergüenza . Pero si un político no tiene como objetivo ganar votos en las elecciones ¿para que está en política?
Se supone que el deber de todo político es tomar decisiones que representen los intereses de sus electores. Luego parece de sentido común que tome decisiones que coincidan con lo que presumiblemente guste a sus electores. Así le seguirán votando. Y así él continuará tratando de dar satisfacción a los intereses de sus representados. Este razonamiento solo puede ser puesto en cuestión si creemos que la gente no sabe lo que quiere, o que lo que quiere no es lo que debería de querer y que, por tanto, el político no debe manipular la ignorancia de los electores o alentarles a formular banales -si no turbios- deseos.
Aquellos que fustigan a los políticos buscadores de votos deberían de reflexionar sobre sus convicciones democráticas. Parece que estos críticos tienen una concepción demasiado republicana de la política. Para ellos la virtud republicana, expresada en la honestidad, el desprecio a los intereses egoístas y la obsesión por conocer el interés general al margen de pasiones o exigencias perecederas es y debe ser patrimonio casi exclusivo de los gobernantes. Olvidan estos críticos que la democracia es virtud en los políticos, pero también control a los políticos. Hay democracia cuando se convierte en política la creencia de que también lo electores saben cuáles son los intereses del conjunto y que esos intereses deben ser oídos y atendidos por sus representantes; por esos políticos que creen, con razón, que deben hacer las cosas que quieren sus representados. Si así no fuese se abriría el camino bien hacia el elitismo aristocrático (un exceso de republicanismo provoca el escenario más imprevisto... y más indeseado) o bien, sin más, hacia el autoritarismo ilustrado.
La cosa resulta más sorprendente cuando estos fustigadores del electoralismo critican a su vez al nacionalismo. Precisamente uno de los rasgos típicos del nacionalismo es que tiene que definir algunos intereses generales, tiene que construir un bien común, que no es el exacto reflejo de las demandas de todos y cada uno de sus ciudadanos. El nacionalismo prioriza el sentido de pertenencia comunitaria, el valor de vivirse como miembro de una comunidad, de una comunidad nacional (o al menos prioriza la búsqueda un mínimo de cohesión social). Tal opción le exige impulsar un conjunto de creencias y prácticas sociales, y las mismas no pueden ser la suma -la mimética copia- de todas las pretensiones, proyectos e intereses individuales de todos y cada uno de los individuos. Por ello esos conjuntos deben de ser construidos por los representantes políticos. El nacionalismo trata de buscar un equilibrio entre los intereses individuales realmente existentes y la construcción de bienes comunes nacionales y, evidentemente, tal equilibrio no siempre lo logra.
Pero los antielectoralistas y al tiempo antinacionalistas critican al nacionalismo porque, dicen, no tiene en cuenta los, al parecer, infinitamente plurales intereses de la sociedad. Y critican a los políticos -y entre ellos, por supuesto, también a los nacionalistas- por que sí buscan votos mediante el halago y la promoción de los muy plurales y particulares intereses del personal. Parece que son algo incoherentes . Pero también parece que tal incoherencia no les preocupa; que lo que les preocupa es acabar con el nacionalismo (más exactamente, con algún nacionalismo), haga lo que haga y diga lo que diga.
También es mala suerte tener que vivir con estos agobios; con estas obsesiones tan raras.
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