Morella en vísperas
En vísperas del 51 Sexenni y de algo quizá más importante, sus callados trabajos en pos de la categoría de patrimonio de la humanidad, el Ayuntamiento de Morella ha alumbrado hace poco un denso volumen -Imatge i paraula- que es una deliciosa panoplia de testimonios referidos a este pétreo vestigio medieval. Son pequeños apuntes ordenados por Sergio Beser y acompañados por fotografías de Julio Carbó, o viceversa. Beser es mucho más que un personaje de Vázquez Montalbán y Carbó, haciendo honor a su apellido, cultiva un blanco y negro auténticamente espectral. Recorrer su antología es un placer que debe ser recomendado a todos los amantes de las delicias de interior.Els Ports es una gran cuenca mágica que alberga el espíritu de un océano ido. En el pasado remoto -mucho antes de Carvalho, me temo-, estas salvajes hondonadas fueron un gran mar que se retiró hacia el este en el cretácico superior. Ausentes las aguas, el resultado es el pequeño país litógeno donde el único homenaje del paisaje estricto a la geología crucial es el silencio. Yo me siento adherido a Els Ports -tierra donde no he nacido, pero a la que profeso una estima militante y calcárea- porque también busco el mar en su único horizonte fructífero: allá donde no se encuentra.
Leyendo pues Morella. Imatge i paraula vas anotando mentalmente el resultado de varios siglos de provechosas incursiones de viajeros maravillados cuando, en un recodo del camino, la evidencia de su prodigiosa sky line -suave y áspera a la vez, como una mousse de serbas- se impone sobre cualquier otra consideración. Tiene razón Joan F. Mira: lo sorprendente de la capital de Els Ports, más allá de las eventualidades orográficas, es su carácter de pequeña ciudad, de microespacio planificado y ordenado. Y portentosamente salvado, habría que añadir. En una comunidad autónoma de pueblos grandes -con sus mentalidades correlativas-, Morella es un pequeño milagro, una pervivencia estricta del medievo que se ha mantenido intacta -descontando el castillo- a lo largo de varios siglos de luchas fratricidas. La mayoría de sus glosadores, sin embargo, se han contentado con referirse a su privilegiado anfiteatro (desde donde contempla, sin verla, la gran comedia del mundo) o a las "muelas de berroqueña" de su entorno inmediato. Otros han preferido la metáfora del barco (el acorazado), o de la isla, o incluso -en el caso de Teodor Llorente- de la torre de Babel.
En este escenario más o menos mítico, los dinosaurios también sufrieron las luctuosas consecuencias de la caída de aquella gran piedra. El resultado de esa convulsión son restos fósiles estratégicamente repartidos, y un lecho de pequeñas rocas que alfombra perpetuamente este gran espacio vacío.
Pero Morella, ya está dicho, es también la trama urbana, el callejero radial y, especialmente, su ágora por excelencia: Els porxes. Es la plaza pública, el mercado de la palabra, el locus sagrado y ceremonioso de todo intercambio bajo rudimentarios capiteles góticos o incluso románicos. El lugar donde la monumentalidad, que siempre resulta fría, se vuelve calidez mediterránea, con aires de zoco. De repente, en cualquier mesa -en el Vinatea, o en el Blasco-, bajo este palio mundano, uno cree ver de nuevo el insólito encuentro entre Fernando de Antequera, el papa Luna y San Vicente Ferrer.
Enseguida nos damos cuenta del error. No hay un cisma en perspectiva o, al menos, ninguno que no pueda resolverse con un buen calmant (ron con café).
Son sólo Sergi Beser, Lluís Aracil i Lluís Meseguer, tomando unas copas sentados en sus cátedras, mientra organizan temibles cursos de verano.
También el verano se acaba. Luego vendrá el Sexenni que, aunque oficiado en este marco puramente medieval, tiene ese aire barroco tan típicamente valenciano. Con las primeras nieves, Morella se vestirá con un ordenado manto blanco. También las ciudades invernan. Ésta lleva haciéndolo siete siglos, tan sólo para que nosotros podamos descubrirla limpia y dura como el primer día.
Joan Garí es escritor.
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