El filósofo y un pirata (cruce de miradas)
En los últimos años del siglo XVIII los azares de la vida habían llevado prudentemente al doctor Jean-François Dupont, un médico aficionado al estudio de la naturaleza humana, hasta tierras del remoto Oriente ajenas a la convulsión que por aquel entonces afligía a su amada patria. Su mente curiosa se divertía en observar allí con científica atención las costumbres de pueblos y gentes tan distintos, anotando en su cuaderno cuantas reflexiones le sugerían. Y cierta mañana, cuando paseaba con despreocupado descuido por una playa en los alrededores de Saigón, se vio sorprendido por un espectáculo que en el futuro debía dar base para algunas de sus más interesantes especulaciones. La noche antes, ya de madrugada, un barco pirata había sido capturado, y ahora, con loable celeridad, iba a procederse a la ejecución sumaria de los miembros principales de su tripulación: medía docena de fornidos jayanes, que ya estaban maniatados y puestos de rodillas sobre la playa, a la espera de que el sable del verdugo (o tal vez del jefe mismo de la gendarmería) les separase del tronco las siniestras cabezas.Como en tales casos ocurre, un no pequeño número de viandantes se había detenido a presenciar el acto de justicia, e igual que ellos, también nuestro buen médico francés se unió al grupo de los curiosos. Encabezaba la fila de genuflexos reos el capitán del barco pirata, y sobre él detuvo el doctor su examen, reparando en el aspecto feroz de una cara, todavía desafiante, la mirada de cuyos ojos ardientes, tras un momento de aparente desvarío, fue a fijarse precisamente en los de aquel extranjero, en los de nuestro doctor Dupont. En ellos quedó clavada, mientras el verdugo se acercaba por detrás al reo, levantaba el sable y, con un solo, ligero golpe, hacía saltar por tierra la cabeza del arrodillado facineroso. La casualidad quiso que esa cabeza cayera de plano sobre el suelo, y quedase ahí tan erguida como lo había estado hasta un instante antes sobre los hombros del infeliz. Y entonces nuestro buen doctor pudo notar que, desde abajo, aquellos ojos, sin pestañear siquiera, seguían obstinados en mirarle a él.
El agudo espíritu de observación del sabio, o quizá algún espíritu diabólico, le indujo a intentar de inmediato una experiencia científica: se movió unos pasos primero de izquierda a derecha, enseguida de derecha a izquierda, y pudo comprobar cómo la cabeza del bandido, sin apartar de él la vista, seguía sus movimientos con aquella mirada clavada siempre en la suya, hasta que, exangüe por fin, se le apagaron los ojos.
Todo esto, no hay que decirlo, fue luego meticulosamente anotado en el cuaderno de nuestro naturalista, quien por lo pronto añadiría a manera de comentario algunas preguntas: "¿Cuándo es que el pensamiento -se preguntaba- cesa de garantizar la existencia de un individuo humano? ¿0 es acaso la existencia física quien sostiene el pensamiento del hombre? Aquella cabeza cortada, ¿seguía todavía cogitando, es decir, prestando conciencia a un yo único que me mirada a los ojos, mientras atrás de ella yacía derribado sobre la arena de la playa el fardo que había sido su cuerpo?" Empezando por ahí, muchas otras cuestiones vendrían en días sucesivos a ocupar la mente especulativa del doctor Dupont. Varias de ellas tenían que ver con particularidades, bastante curiosas algunas, registradas por él en distintas especies zoológicas. Pero sobre todo, no dejaba de apreciar y ponderar, ciñéndose a la nuestra, las importantes consecuencias legales que puede traer a veces en la sociedad civil una determinación exacta del momento en que cabe declarar oficialmente muerta a una persona.
Aparte ya de consideraciones prácticas como ésa, dedicó nuestro sabio muchas horas de meditación a un cierto hecho, o más bien creencia generalmente admitida: la de que, a la hora de la muerte, el ser humano recuerda en un solo instante su vida entera, repasándola toda ella de un tirón. Si en verdad es así -elucubraba Dupont-, dentro de la cabeza segregada de aquel bandido habrá debido disparar su mente la larga historia de sus fechorías, hasta terminar el repaso de tan accidentada biografía precisamente con la imagen de este extranjero, Jean-François Dupont, que, entre otros ociosos, se había parado a presenciar el espectáculo de su decapitación. Quizá -dudaba el doctor- no sea un desarrollo lineal, como cinta vertiginosamente desarrollada, lo que se le aparezca al moribundo, sino más bien el panorama congelado de todo cuanto ha vivido en un plano único; pero sea como quiera, ese desdichado pirata habría visto terminada la recapitulación de su aventurada existencia con el momento en que, de modo casual, entregaba a un extraño su mirada postrera.
Años después, y de regreso ya en Francia -glorioso imperio ahora en el nuevo siglo- nuestro curioso naturalista (quien, en su fuero interno, había sido siempre un adorador de la Diosa Razón, compartiendo ese sueño que tantos monstruos hubo de engendrar, y que, distanciándose muy oportunamente, había sabido mantener su cabeza sobre los hombros), se aplicaría a escribir memorias muy puntuales acerca de diversos asuntos, entre las cuales llamaron la general atención unas Observaciones sobre el punto preciso de cesación de la existencia biológica, tanto en el ser humano como en individuos de las especies animales y vegetales. Pero lo que en su momento despertaría amplias discusiones, atrayendo sobre el autor cierta aureola de prestigio, fue una Modesta glosa a las ideas del señor Descartes relativas al sueño y a la cabal percepción de la realidad. Se comentó por entonces que podían acaso haberle movido a especular sobre tales temas ciertas experiencias asiáticas de las que alguna vez gustaba él de hablar en la intimidad, como, por ejemplo, la de su inesperada presencia en la ejecución capital de unos piratas, episodio que solía evocar ante sendas copas de coñac durante sus largas divagaciones en amistosas veladas, y que confusamente relacionaba con algún aspecto de la religiosidad oriental.
El doctor Jean-François Dupont llegaría, en efecto, a ser uno de los talentos reconocidos y apreciados por los círculos eruditos de París, donde, con unánime estimación, completó una larga carrera de honores y palmas académicas, incorporando así para siempre su personalidad a la nómina de esa incontable multitud de eminencias que siglo tras siglo han llenado de inmarcesible honor a su noble patria.
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