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Humanos, demasiado poco humanos

JAVIER MINA En Zafarrancho en Cambridge, Tom Sharpe pone en boca de un tipo muy bruto, sir Cathcart, lo siguiente: "No se puede ganar una guerra pensando. Ni se puede llevar una fábrica con el cerebro. Si de mí dependiese, echaría a todos los malditos intelectuales del colegio y pondría a unos cuantos atletas para que llevasen ese lugar como debe ser. En mis tiempos no veníamos a aprender sino a olvidar todas las estupide-ces que nos habían metido en la cabeza en las escuelas. Por Dios, Skullion, te aseguro que un hombre puede aprender entre los muslos de una buena mujer más cosas de las que nunca vaya a necesitar saber". Los nietos del bruto parecen no sólo haberle tomado la palabra sino incluso superado. Un sondeo realizado por universidades inglesas a petición del Zero Tolerance Charitable Trust entre 2.000 muchachos de 14 a 21 años revela que uno de cada dos considera que la violación es una práctica aceptable en determinadas circunstancias. El porcentaje baja, afortunadamente, a la mitad si de lo que se trata es de pegar a una mujer que se acues-te con otro. Qué duda cabe que se le podría sacar mucha punta -¿xenofóbica?- al dato regodeándose en la famosa flema inglesa y el autocontrol que siempre les ha caracterizado, sólo que antes de tomarles por monstruos y descalificarles desde una supuesta superioridad moral -interina, porque la encuesta no se ha hecho todavía aquí-, no estaría mal detenerse en la propia monstruosidad. ¿Qué puede arrastrar a un individuo -masculino- para arrogarse el derecho de vejar y destruir a un semejante -femenino-? Seguramente la consideración de que no es nada, si acaso un objeto especializado, eso sí, en procurar placer. A la hora de conformar a la mujer como objeto intervendrán, con toda seguridad, los miles de imágenes absorbidas desde la más tierna infancia -algunos de los encuestados sólo tienen 14 años- en que se la ha reducido a un cuerpo y el cuerpo, con todos sus adornos y fuentes de placer, a lo más parecido a un coche, instrumento tan caro al imaginario masculino. Violar, pues, no consistiría sino en conducir una mujer de excelente carrocería y mejores prestaciones aunque una pizca rebelde, como los buenos deportivos. ¿Que se queja? Lo hará para disimular porque a todas les gusta que les monte un hombre cuanto más hombre mejor. Además, violar un coche no es más que el premio merecido, amén de un rutinario ejercicio de poder. Solía decir Diderot que sentiríamos menos remordimientos matando a un hombre a una distancia en que lo viéramos del tamaño de una pulga que estrangulando, por ejemplo, un perro con nuestras propias manos. La moral sería, de algún modo, una cuestión de escala. Y algo de eso hay. Mil violadores potenciales entre 2.000 escolares son muchos violadores como para que no intervenga algún factor más general como el de considerar la vida humana -masculina o femenina pero ajena, claro- como algo carente de valor. Y en ello pueden concurrir múltiples factores. Por ejemplo, vivir al margen de la vida encerrándose en burbujas virtuales tales como como la red -que convertirían la vida real en algo abstracto y menos excitante- o los videojuegos que se organizan como una vida que sólo se vive como juego y donde los personajes -además de tener el tamaño de pulgas- no pueden mantener ningún tipo de relación afectiva con el jugador ni gozar tampoco de más oportunidad que la que le conceda el gatillo de la consola-pistola, porque el otro siempre es enemigo. Nadie dice que Internet sea una escuela del crimen ni que los chavales confundan el cuento con la realidad o imiten automáticamente los comportamientos que ven en las películas, pero los factores apuntados contribuyen, como la violencia de la tele que banaliza y deshumaniza la muerte, a hacer del otro algo borroso e insignificante. Sólo basta añadir al cóctel la educación en la satisfacción inmediata de todos los deseos, el utilitarismo que lleva a instrumentalizar a los seres cercanos, la desresponsabiliza-ción constante y el creer que cualquier voluto es un derecho, para obtener, de cada dos muchachos, de momento ingleses, un violador en potencia.

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