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HORAS GANADAS La belleza de la Medusa RAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

Hace años conocí a un hombre que detestaba el coleccionismo pero, al mismo tiempo, coleccionaba todo cuanto estuviera relacionado con el mito de la Medusa. Poseía los objetos más diversos, desde picaportes y ceniceros hasta pequeñas cajitas de plata supuestamente destinadas a guardar veneno. Su colección se completaba con grabados, pinturas y algunas reproducciones de obras célebres dedicadas al tema. Entre estas últimas destacaba una de Caravaggio y otra atribuida a Leonardo da Vinci, ambas en el Museo de los Uffizi de Florencia. La Medusa de Caravaggio es un cuadro que produce enorme impacto en el espectador, al que se somete malignamente a la antigua maldición de la Gorgona, corriendo así el riesgo mítico de convertirse en piedra bajo su dominadora mirada. Encarnando una tensión casi insoportable, la cabeza caravaggesca emerge, sobrenatural, entre un espeso remolino de serpientes. El momento elegido por el pintor para su representación es el inmediatamente posterior a la decapitación del monstruo por parte de Perseo: el punto justo de convergencia entre belleza y horror. Todavía resulta más conmovedor que Caravaggio cediera su propio rostro a la Medusa para constituir uno de los autorretratos más enigmáticos de la historia de la pintura; un motivo, sin embargo, recurrente en un artista que también se pintó, decapitado, como Goliath. La Medusa atribuida -falsamente, según todos los indicios- a Leonardo es más sofisticada y barroca que la de Caravaggio, aunque su mirada no posee el poder depredador de la de éste. Sus ojos no se dirigen hacia el espectador y más bien parecen escrutar el cielo nocturno, nostálgicamente vengativos. Sobresale, por encima de todo, su cabellera de serpientes, reptando en la oscuridad como si quisieran escapar al rectángulo del cuadro. Pese al superior poder de la Medusa de Caravaggio, fue esta segunda Gorgona la que mereció los más apasionados comentarios literarios en el siglo XIX. Walter Pater, el gran estudioso del Renacimiento, escribió: "Lo que puede llamarse la fascinación de la corrupción penetra cada rasgo de su belleza exquisitamente realizada". Sin embargo, nadie describió tan pormenorizada e intensamente este cuadro como Shelley, quien, tras contemplarlo en 1819, le dedicó un entusiasta comentario. Para el poeta inglés, ninguna obra mostraba con tanta fuerza la conjunción de hermosura y terror: "This is the tempestuous loveliness of terror...". A esta pintura, y al entusiasmo de Shelley ante ella, se remitió Mario Praz para proponer la expresión "belleza medusea" en su gran estudio, ya clásico, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (El Acantilado, 1999). El mito de la Medusa sirve a Praz para aglutinar un aspecto fundamental del erotismo moderno. A través del propio Shelley, de Chateaubriand, de Flaubert o de D"Annunzio, Mario Praz analiza minuciosamente los vínculos que la tradición cultural europea ha establecido entre belleza y mal. El mito de la Medusa resurge con un poderío singular cuando se trata de reflejar artísticamente aquel territorio, a veces secreto o inconfesable, que Edmund Burke definió como "los límites de la noche y de la muerte". Aunque Mario Praz hace hincapié en su libro en las poéticas del romanticismo y el simbolismo, no hay duda de que la onda expansiva de su belleza medusea se extiende por gran parte del arte y la literatura modernos y, por supuesto, también del cine. La Medusa, criatura del horror pero dotada asimismo de una hermosura magnética, ha tenido un protagonismo especial en los escenarios de nuestra sensibilidad. Como sucede a menudo, la simbiosis entre la imaginación antigua y la moderna acaba otorgando a los mitos toda su riqueza: nuestra Medusa es aquel monstruo cantado por Hesodo en cuya espantosa cabeza se ensortijaban las serpientes y bajo cuya fulminante mirada se petrificaban los hombres; pero también es la ninfa de magnífica belleza que cautivaba a quienes la rodeaban, tal como nos enseña Ovidio en Las metamorfosis. La belleza medusea que redujo a Shelley, a Pater, a artistas como Alfred Kubin o escritores como Gustav Meyrink, está dotada de un poder demoledor: la ambivalencia. Actúa en los intersticios de la moral, en el claroscuro de las creencias. Por eso, el expresionismo recurrió a ella con tanta frecuencia a través del motivo del doble: en lo repulsivo habitaba la Medusa, pero suya era también aquella bella oscuridad que atrae a los seres humanos irresistiblemente. No he vuelto a ver a aquel hombre que detestaba a los coleccionistas, aunque él era un compulsivo cortejador de la Medusa. Puede que haya continuado acumulando aquellos bellos horrores que tanto le gustaban. Puede que, como Perseo, haya decapitado al monstruo. O que habiendo sido vencido por su obsesión, sea ahora un habitante más del bosque de piedra.

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