La muerte de la ciudad
"Diseñada como un tablero al norte de la planicie amarilla, rodeada de muros geométricos; tramada por mil avenidas, fragmentada por callejas en ángulo recto, erguida en un solo impulso monumental, enseguida habitada, y finalmente desbordada por sus suburbios...".Así la definía Victor Segalen Pekín, y de todo el párrafo lo que más me interesa es la última frase: "Finalmente desbordada por sus suburbios". El desbordamiento de una ciudad por sus suburbios, hasta convertirse en una gigante roja que colapsa, era algo habitual en Asia y en América ya desde primeros de siglo, época en la que Segalen escribió la novela de la que hemos extraído el fragmento, pero parece que ya es un fenómeno que nos atañe también a nosotros y que está modificando completamente nuestras ciudades. ¿Acaso París, Londres, Barcelona, Roma, Madrid no han sido ya desbordadas por sus suburbios prácticamente interminables? Y no sólo las grandes capitales, a las ciudades medianas y pequeñas también les está pasando: el desbordamiento suburbial (de suburbios ricos y suburbios pobres) resulta imparable en todas partes.
Un fenómeno inquietante, pues parece probado que todos los modelos urbanísticos concebidos desde los años cincuenta han fracasado. ¿Contenían todos ellos algo monstruoso, una especie de virus antisocial de naturaleza indomable?
En uno de sus libros, Andrew O'Haran, escritor adiestrado en la sociología urbana, demuestra cómo en Inglaterra fracasó el sistema de "pisos para todos", del mismo modo que fracasó el modelo de urbanizaciones residenciales para una nueva clase media con pretensiones campestres. A la vuelta de veinte años, ambas invenciones se habían convertido en infiernos tétricos. Las barriadas de pisos engendraron muchachos desalmados; las zonas residenciales, también.
Cabe preguntarse la razón de tal fracaso. ¿Qué ocurría en aquellas barriadas inspiradas en el urbanismo, presuntamente luminoso, de Le Corbusier? Contestemos con otra pregunta: ¿había tejido social? No podía haberlo por falta de tiempo; había solamente desesperación, mejor o peor, hacinada y urbanizada. Obviamente, hasta en los barrios de "pisos para todos" se fue bosquejando un cierto tejido social, pero se desvaneció rápidamente con la llegada del paro y la droga.
La experiencia china con el opio demuestra que ciertas drogas, que han estado siempre ahí, que estarán siempre ahí, sólo se ceban en una cultura cuando llega la intemperie, cuando esa cultura ni protege, ni consuela, ni sustituye ninguna forma de barbarie: antes bien las incluye todas en una misma papilla abominable.
Los chicos que han crecido y siguen creciendo en esas barriadas de "pisos para todos" no pertenecen a ningún tejido; están desprotegidos al máximo, por eso tienden a formar hordas, que en sí mismas ya son tejidos, si bien elaborados con hilos muy inflamables.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, las urbanizaciones, incluso las obreras, eran de sedimentación más lenta. Daba tiempo a ir creando tejido social. Ahora, esas urbanizaciones se hacen de la noche a la mañana. De repente, un montón de gente diversa se encuentra en un mismo lugar. Nada más. Tu territorio empieza y acaba en tu piso o en tu casa, y el resto es oscuridad: he ahí la verdadera y definitiva americanización de nuestro espacio.
Y es que América es la urbanización y "suburbanización" incesante, galopante, y que a la vez no crea tejido social por su misma velocidad. Ver desde el avión Los Ángeles o México DF sirve para temblar ante el infierno que nos espera si sigue la americanización de nuestras ciudades. Y hay que advertir de que el sistema de casas adosadas y casas unifamiliares está acelerando peligrosamente ese proceso, pues crea zonas que prolongan más y más la ciudad (Madrid ya se junta prácticamente con Segovia). Zonas que dentro de veinte años, ya cercadas de nuevas urbanizaciones, serán, sin la menor duda, territorios de inseguridad parecidos a lo que son esos mismos lugares en Los Ángeles. Con lo cual es evidente que las policías privadas tienen mucho futuro. Ha pasado siempre lo mismo: a menor tejido social, mayor número de guardianes.
Es un disparate pensar que los centros de las grandes ciudades son junglas de asfalto, ni siquiera el centro de Manhattan lo es, como no lo es el centro de París. Los centros de las grandes ciudades son lugares en los que todavía hay tejido social, si bien hasta en los cogollos más cálidos de las urbes se está perdiendo ese tejido. Pero se está perdiendo porque es abandonado en beneficio de las periferias, cada vez más extensas e intransitables. Ahora están ahí las verdaderas junglas de asfalto: en las periferias, y en Madrid algunas tocan ya la sierra con sus poderosas garras de hormigón armado. Pero, ¿por qué extender tan innecesariamente las ciudades, en una época en la que no está subiendo la población? Parece como si el nuevo urbanismo, guiado por una obsesión social tan individualista como suicida, estuviese empeñado en destejer tejido social. ¿Por qué luego lamentamos ciertas conductas, ciertos asesinatos de nuevo cuño, y hasta esa cultura de masas, convertida en la única cultura para los muchachos de todas las periferias pobres y ricas?
Y no hay que olvidar que algunas periferias pobres son de pesadilla. Ni en Nueva York ni en México he visto un lugar como La Celsa. Allí la ceremonia de la aguja y el desmayo es continua, y todo parece envuelto en un polvo gris y negro parecido al que desprenden las centrales térmicas. No lejos está La Rosilla, esa seudourbanización para gitanos que recorrí hace tiempo con Jorge, un médico al que la gente del barrio trataba y miraba como a san Francisco de Asís, y que me dio más de una lección de humanidad y criterio.
En menos de una hora en La Rosilla presencié dos sobredosis que, de no haber sido atendidas de inmediato, hubiesen producido dos hermosos cadáveres. Cadáveres en la cuneta. Curiosamente, las dos sobredosis fueron sobre una cuneta. Para que luego digan que la realidad no es simbólica.
Me asombran los que se enrolan en ayudas humanitarias a países lejanos. En las periferias de Madrid tienen muchos sitios para redimirse y redimir. Ahí mismo tienen el infierno y no lo quieren ver. Decían los pitagóricos que no sabemos ver los bienes que tenemos delante. Ni los bienes ni los males. Y ya tenemos delante una nueva imagen de la ciudad, avanzando como un enjambre de hormigón y cables, y ya tenemos delante la americanización de nuestro tiempo y nuestro espacio. Y con la americanización llega su mundo y hasta su atmósfera: proliferación de tierras de nadie, de zonas que parecen impregnadas, hasta en su estética, de desarraigo y desolación. El mundo parecerá más desolado sin las calles. Y "la calle" de toda la vida está desapareciendo. ¿Será ya tarde para pensar salidas y para huir como sea de la desmesura que ahora mismo le aguarda a toda gran ciudad: llegar a convertirse, más pronto que tarde, en México Distrito Federal, una ciudad convertida, toda ella, en una interminable e insegura periferia como las que veía Segalen en Pekín? Resumiendo un poco: no estamos en un momento de urbanización propiamente dicha; estamos en un momento de "suburbanización" y destrucción del tejido urbano y social. Y puede que la ciudad esté ya desapareciendo como unidad civil y territorial, en beneficio de esa "suburbanización" global y, al parecer, imparable. Por eso, ahora resulta ya tan anticuada toda aquella literatura sobre los abismos de la gran ciudad, la soledad, la frialdad... Las grandes ciudades eran grandes tejidos sociales. Ya no lo son. Pero la función primera de una sociedad es crear tejido social. Una sociedad que no se teje a sí misma, que no se convierte en tejido, es una sociedad que ni siquiera merece ser calificada de funcional.
Jesús Ferrero es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.