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¿Adaptarse o morir?

IMANOL ZUBERO El pensamiento económico dominante es una iglesia en la que se rinde culto al mercado libre. Se considera que el mercado libre puede ser analizado como un modelo de equilibrio competitivo que consigue, por definición, el equilibrio y la eficacia en el uso de los recursos. Si esto es así, cualquier intervención exterior sobre el mercado es innecesaria. Más aún, sería contraproducente. Hoy, 27 de septiembre, cuando escribo esta columna, el Nobel de Economía Gary Becker repite en las páginas este diario el discurso de la competencia, la liberalización y la desregulación. Hay que dejar funcionar al mercado. También en el tema de las pensiones. El concepto estrella es el de "adaptación". Desde un darwinismo ramplón se aplica al mundo socioeconómico la misma receta que (se cree) ha funcionado en el mundo natural: cuando el entorno cambia sólo sobreviven los más aptos, que no son otros que aquellos que son capaces de adaptarse antes y mejor a las nuevas condiciones. En el suplemento de Negocios del 15 de agosto aparecía una amplia reseña de un reciente libro sobre la actividad empresarial en la era de Internet. Su título lo dice todo: Digital Darwinism. En cuanto a sus contenidos, no dejan lugar a la sorpresa: " el éxito y el fracaso en el mundo de los negocios está marcado por las mismas reglas que determinaron la supervivencia o la extinción de una especie animal o vegetal; éstas deben adaptarse de forma constante y desarrollar nuevas actitudes y cualidades para poder sobrevivir a un entorno cambiante. De lo contrario, morirán". Habría mucho que decir sobre esta forma de biologismo sobre el que se asientan muchas de las afirmaciones de la economía ortodoxa. Leer las obras de conocidos paleontólogos como Stephen Jay Gould o Richard Leakey nos enseña que la idea tradicional de la supervivencia de los más aptos, es decir, de una selección natural que favorece sistemáticamente a aquellas especies mejor adaptadas a su entorno debe ser muy matizada. La suerte, la casualidad, ha contado mucho en la historia general de la vida. Pero el de la selección natural es un paradigma de enorme funcionalidad. Todas y todos estamos imbuidos de un darwinismo grosero; nos han repetido mil veces lo del pez grande y el pez chico. El otrora sobrepublicitado López de Arriortua terminaba las intervenciones en las que exponía ante un público arrobado sus estrategias de gestión con la historia del león y la gacela que cada día han de superarse para sobrevivir. El entorno económico, nos dicen, es tan natural como la sabana africana y no me-nos dura que esta. Es lo que cambia pero, paradójicamente, no puede ser cambiado sin arriesgarse las peores catástrofes. Es el medio ambiente al que adaptarse o perecer. ¿Puede el beduino modificar el desierto? ¿puede el esquimal modificar las grandes extensiones árticas? ¿puede alguno de ellos protestar airadamente (¿ante quién?) por las características del lugar en que les ha tocado vivir? Lo mismo ocurre con el ciudadano de las modernas sociedades industriales: el mercado es su entorno vital y sólo cabe aceptarlo como es. No deja de resultar chocante que la civilización que más se ha esforzado en la transformación de su entorno natural (hasta poner en riesgo su propia supervivencia), una civilización que en los últimos años está fantaseando incluso con la posibilidad de modificar la misma naturaleza humana de la mano de la ingeniería genética, profese tal veneración por el mercado que convierta en pasiva contemplación lo que en relación a otros aspectos de su existencia no es sino desenfrenado activismo. Por si alguien se ha extraviado en este último circunloquio que sólo quería ser irónico, lo pasaré a limpio: la pretensión de naturalizar el mercado no es más que el último y más ambicioso intento de justificar algo tan injustificable como es el hecho de que en el mercado competitivo, como en la sabana, el león sigue siendo el león, la gacela sigue siendo la gacela, y estas últimas siguen estando tan solas y desunidas como siempre.

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