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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El despotricador SERGI PÀMIES

Desde que hace unos años decidió meterse a actor, Carles Flavià ha ido mejorando de escenario. Empezó en la Bodega Bohemia, continuó en La Boîte, se refugió en los sótanos del Teatre Malic y ahora pernocta en la más que decente Sala Muntaner. Título de espectáculo: El estado del malestar. Horarios y precios: consultar cartelera. Aviso: la Sala Muntaner es uno de los mejores teatros de la ciudad ya que mientras uno disfruta o se aburre con el espectáculo, puede beber y fumar a discreción (ojalá cundiera el ejemplo en otros locales: soportar según qué bodrios sería más fácil). En el escenario, Flavià bebe pero no fuma. La escenografía es premeditadamente austera. Así como los cantantes solían dividir su reivindicativa anatomía en cabeza, tronco, silla, guitarra y extremidades, el monologuista de culto acostumbra a limitar su atrezzo a un taburete y un vaso de whisky. En esta ocasión, Flavià añade unos zapatos de mafioso checheno aficionado al claqué, una camisa de traficante de pollos belgas y un despertador que, cuando funciona, le permite controlar el paso del tiempo y no excederse más allá de una hora que da para mucho. Puede que, por razones de seguridad e higiene en el trabajo, el whisky sea falso y que Flavià practique el ancestral truco de las camareras de alterne, que, entre sonrisa y achuchón, te van animando a beber mientras se ponen ciegas de zumo de manzana con apariencia de malta. Pero Flavià es auténtico. A lo tonto a lo tonto, ha ido domando el pánico que súbitamente le atenazaba en algunos momentos de sus recientes comienzos. Actualmente se parece más que nunca al Flavià que, bien entrada la noche, se te aparecía por algún antro de la ciudad, te daba una palmadita en la espalda, te saludaba con un "què passa, nen?" y, a continuación, te soltaba alguna perorata de humor existencialista sobre el sentido de la vida. Ahora hace lo mismo que entonces con una diferencia: hay que pagar por verle y la reflexión ha mejorado argumental y formalmente. En El estado del malestar, Carles Flavià disecciona con brillantez algunos aspectos de nuestra existencia. A saber: llegar tarde, pedir perdón ("¡menudo chollo!"), tener segunda residencia, viajar (su descripción de un crucero por el Báltico recuerda aquel memorable viaje organizado que contaba Miguel Gila), la familia, el matrimonio ("va muy bien para discutir, no para enamorarse"), la convivencia con las mujeres ("no hace falta que me quieran..., con que no me molesten ya me conformo"). También la emprende con la felicidad ("la vida humana es un deterioro"), las colonias de nuestros hijos ("producen lesiones irreversibles en sus cerebros"), la halitosis de Mayo del 68 en una generación de presuntos ex combatientes "acabados no por la droga, sino por el asco", el trabajo, los controles de alcoholemia, la aristocracia, la reinauguración del Liceo ("han tenido el detalle de ponerlo en La Rambla en lugar de en Pedralbes"), el rey, los viajes a Cuba, el metro ("una mierda que va por debajo, como las ratas; se nota que está pensado para ir a trabajar"), los taxis, los porteros de discoteca ("como no les dejan ir a la Universidad, se pasan el día en el gimnasio"), el correo comercial, los cursos de inglés, el derecho a la intimidad y la lencería femenina. Parte del texto que compone la nueva aventura de Flavià nació de su espectáculo anterior y también ha servido para construir algunas de sus irreverentes intervenciones televisivas -Qualsevol nit pots sortir sol o Kanibal- en BTV. El público, una mezcla de jóvenes descaradamente jóvenes y de maduros insultantemente maduros que todavía se resisten a acostarse temprano y a firmar un plan de pensiones, se divierte, se ríe, aplaude y reconoce en Flavià la voz de un personaje verosímil, real y nada shakespeariano: el despotricador compulsivo. Pero lejos de conformarse con el populismo de taxista cabreado y anclado en un eterno malestar descendente de aquel intravenoso Encarna de noche, Flavià le da la vuelta y va destilando un discurso casi terrorista que dispara contra los incuestionables valores de nuestro mundo, no con encendidos discursos morales, sino con la duda razonable y escéptica y la resignada constatación del fracaso de las grandes palabras. La conclusión siempre es la misma: procura no trabajar, vive y deja vivir, no te creas absolutamente nada, disfruta de la vida (en la medida de lo posible y siempre que el esfuerzo para lograrlo no sea excesivo), no te mires al espejo (no vayas a tener un disgusto) y que no t"atabalin. Puede parecer primario y simple, pero sirve para compensar tanta profundidad barata. Y la verdad es que -compruébenlo ustedes mismos en la Sala Muntaner- suena francamente bien.

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