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LA CRÓNICA Mequinenza en la memoria XAVIER MORET

Jesús Moncada nunca pierde de vista que lo más importante que puede sucederle a un escritor es que escriba. Quizá suene a perogrullada, pero no lo es, sobre todo porque en estos tiempos de adulación fácil y peaje mediático son muchos los que creen que ser escritor consiste en prodigarse en actos sociales y participar en insulsos debates televisivos para que su rostro sea familiar y, de rebote, poder entrar en la lotería de los premios. Moncada no es así. No suele frecuentar actos sociales, pasa de los premios a los que hay que presentarse y durante años esgrimía una buena excusa para renunciar a la gloria de ser escriptor del mes. "No puc. Haig de passejar el gos", respondía con una ironía muy suya. Rom, el perro, murió por desgracia hace un tiempo, pero Moncada sigue prodigándose poco en actos sociales. Se diría, de todos modos, que la rentrée le ha pillado un poco a contrapié. En pocas semanas ha asistido a la fiesta acuática de Anagrama, ha puesto su firma en el monumento al libro de Brossa, ha presentado la traducción al castellano de su última novela (Memoria estremecida, en Anagrama) y presentará en octubre nuevo libro de cuentos en La Magrana, Calaveres atònites. Moncada, hombre de conversación amena, sobremesa larga y fina ironía, sonríe y comenta: "Lo que la gente no suele ver es que para poder publicar libros hay que estar años escribiéndolos. Este verano, por ejemplo, he ido de vacaciones a Mequinenza con la familia y he trabajado de 8 a 10 horas diarias puliendo mi nuevo libro". Mequinenza, la población donde nació Moncada en 1941, no tarda en salir a la conversación. Situada en la confluencia de los ríos Ebro y Segre, Mequinenza quedó marcada por la construcción de una presa, iniciada en 1957, cuando Moncada tenía 16 años. Las ruinas del pueblo quedaron bajo las aguas y para reemplazarlo se construyó un pueblo nuevo. No es lo mismo. "Desapareció el encanto", comenta Moncada. "El pueblo viejo tenía historia, plazas, casas de piedra, cafés... Y la vida del río, con los llaüts y las mujeres que iban a lavar ropa...". Moncada ha resucitado en sus libros la vieja Mequinenza. Lo ha hecho en Camí de sirga, traducido a 13 idiomas ("me acaban de llegar las galeradas en japonés y no sé por dónde buscar las erratas", sonríe), y en sus libros de narraciones, Històries de la mà esquerra y El cafè de la granota. "El poble patia, patia des de feia molts anys d"una mala ferida. Gent forastera, arribada de tot arreu, construïa una presa per tallar el riu; volien dominar-lo, lligar-lo per fer electricitat, i l"aigua de l"embassament havia de colgar el poble i l"enterraria per sempre més. Van ser uns temps molt durs, esgarrifosos, maleïts...", escribió Moncada en uno de sus cuentos. Su penúltima novela, La galeria de les estàtues, la ambientó en Zaragoza, y muchos periodistas le preguntaron por qué ya no escribía sobre Mequinenza. Volvió a la Mequinenza del XIX con Estremida memòria y los periodistas preguntaron: "¿Por qué vuelve a Mequinenza?". Tres años después, con Calaveres atònites, el escritor insiste con unos cuentos ambientados en la Mequinenza de los cincuenta. Moncada recuerda la Mequinenza de las minas, que tuvo su mejor momento entre las dos guerras y después de la guerra civil. "Entonces las minas daban vida al pueblo y los llaüts navegaban cargados por el río. Ahora todo esto ya no existe... y no sólo por la presa", suspira Moncada. Remontándose en su historia familiar, mequinenzana por los cuatro costados, recuerda Moncada a sus dos abuelas, analfabetas, al abuelo "matalasser" y a su padre, que a los 14 años era aprendiz en una tienda de ropa de la plaza del Pedró de Barcelona. "Mi padre era un buen narrador oral", afirma Moncada. "Cuando contaba historias se hacía escuchar. Recuerdo una de cuando él y otros dos soldados republicanos encontraron un mendrugo reseco que era imposible partir de tan duro. Acabaron desmenuzándolo a golpes y repartiendo las migajas...". La madre, en cambio, es todavía hoy una excelente memoria de Mequinenza. Moncada vive ahora en Gràcia, un barrio donde aún quedan cafés como los del viejo Mequinenza. Llegó a Barcelona con veintitantos años y acabó trabajando en la editorial Montaner y Simón, sede ahora de la Fundación Tàpies. Allí coincidió con el escritor Pere Calders. Moncada se sienta cada día ante el ordenador y trabaja ocho o más horas: escribiendo, apuntando ideas, puliendo libros, traduciendo o pensando en la Mequinenza de antes y de ahora. En sueños debe de visitar las tertulias del viejo Café del Centre de Mequinenza, el que inspiró El cafè de la granota, en el que se habla de las historias del pueblo, como la de aquel viejo comunista, fumador de pipa empedernido, que iba a escuchar Radio Pirenaica al café y al que un día gastaron una broma. Alguien del pueblo provocó una interferencia y anunció desde la emisora que, cuando cayera Franco, los comunistas perseguirían a los burgueses fumadores de pipa. "Al hombre se le atragantó la pipa y decidió borrarse del comunismo...", ríe Moncada. Y entorna los ojos, como si por un momento volviera a ver el viejo café.

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