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Extraños en tierra extrañada ANTONI PUIGVERD

Con frecuencia paseo por una parte extrema y rara de mi ciudad. Un par de kilómetros lejos de núcleo urbano, junto al estrecho paso de un río prácticamente exangüe, se levantan unos montes casi como una muralla que protege los flancos este y sur de la ciudad. En las laderas que descienden hacia el núcleo, crecen nuevos espacios urbanos: bloques obreros alzados en las promociones más o menos caritativas del franquismo, un barrio pequeñoburgués con casitas pareadas y unas cuidadas viviendas de tipo medio, la brillante arquitectura del nuevo campus universitario y una zona literalmente alta con sus casas aisladas, amplios jardines, un club de tenis y diversas escuelas de pago. En las laderas opuestas, la ciudad pierde su nombre y se convierte en campo, bosque o tierra de nadie. La urbe, expectorando asmática y frenética, está a dos pasos y, sin embargo, aquí empieza ya el silencio. Paseando, uno puede encontrar pájaros raros, árboles de bella estampa, huertos, frutas silvestres, perros abandonados y, con suerte, alguna seta comestible, pero también basuras furtivas, un enorme viaducto, los altísimos postes de una línea eléctrica. Junto al viaducto, en un prado, se amontonan pañuelos de papel, preservativos y colillas. En la parte boscosa viven algunas familias de payeses y, mayormente, monjas, en dos coquetos conventos. Podrá el clero estar en horas bajas, pero continúa guardando un cierto gusto cuando se trata de alzar edificaciones claustrales. Pasean al atardecer las monjas su cándido sosiego bajo los pinos y regalan al transeúnte saludos de cortesía. Los payeses tienen generalmente la mirada fría. Alguno hay dicharachero, que aprecia el interés del urbanita por los opulentos frutos que en su huerta cultiva. Pero en general son parcos y taciturnos. Uno de ellos en extremo: lanza sus perros, de razas poco amistosas, contra el paseante que se atreve a emprender el sendero que divide en dos su propiedad. Le pregunté una vez por qué lo hacía. Es un hombre joven y me habló obsesivamente de los desalmados que pululan y acechan este bosque. Un doberman inquieto y fibroso dibujaba círculos en torno a mí. Más allá del bosque, en el punto más alejado de la ciudad, cerca del río, junto a unos campos de cultivo y a unas plantaciones madereras, una agrupación de casas forma un pequeño vecindario. Se llega a él por una pequeña carretera que aprovecha el trayecto del antiguo tren de la costa. La mayor parte de las casas de este vecindario tienen un delicioso acento rústico que contrasta con una severa y solemne fábrica alzada en los buenos tiempos del tren. Este edificio es no sólo el mayor y el más vistoso, sino también el más noble del lugar. Una especie de iglesia laica y decimonónica. Admirándola, me pregunto qué secreto oculta la vieja arquitectura. ¿Cómo se explica que, en oposición a la discreta elegancia de esta antigua fábrica, sean las edificaciones industriales de hoy tan insípidas o tan siniestras? En un extremo de este vecindario, se alzan un par de pequeños y miserables bloques. No sólo contrasta su arquitectura, siniestra, con la deliciosa arquitectura popular del entorno y con el paisaje. También sorprenden por su fragilidad, por la desolación que exhiben. Paredes desconchadas, ventanas minúsculas, suciedad, compresión de espacios, pobreza. Son viviendas construidas apresuradamente para acoger a los inmigrantes andaluces en los años sesenta y que ahora sirven de punto de encuentro de la nueva inmigración: los centroafricanos eran mayoría hace unos años, ahora casi todos son árabes. Cuando paseo por allí en horas laborales no veo a nadie y, sin embargo, la música árabe resuena en todo el valle procedente de las ventanas. Durante el mediodía, en cambio, o bien al atardecer, un festival de risas infantiles ocupa el rústico entorno. Los adolescentes juegan al fútbol en un terreno que acaba de allanarles el Ayuntamiento. Los niños pululan en un pequeño parque infantil también recientemente inaugurado: divertidos, bulliciosos y políglotas. Me detengo a observarlos: delgados y risueños, de intenso color vainilla, pueden expresarse con relativa facilidad en cuatro idiomas: castellano y catalán frágilmente aprendidos en la escuela, francés y árabe mamados en familia. Si aprenden pronto inglés -pienso- no habrá nadie, en la plurilingüe Cataluña, tan plurilingüe como ellos. Exhiben la simpatía y falta de recelo de los que no tienen más que la felicidad de vivir. Juegan al fútbol durante horas, como hace 30 años los niños de mi pueblo, o se persiguen entre los campos, el río y las arboledas hasta entrada la noche con una sensacional libertad que nuestros hijos desconocen. Los hombres, vestidos a nuestra manera, con cabello, bigote y ojos de antracita, se instalan cada domingo frente a los desolados bloques. Unos observan el coche que un compañero ha comprado. Otros están quietos bajo el sol. De vez en cuando aparece un anciano vestido con una túnica blanca y una especie de solideo de ganchillo cubriéndole la cabeza. Los gestos de estos hombres, basados en la contención de formas, tienen un porte señorial: silenciosos y discretos incluso cuando están en grupo. Las mujeres están arriba. En las ventanas. A veces las encuentro cerca del río, paseando. Ríen mucho, entre ellas, cuando están solas. Visten túnicas de vivos colores y se cubren con pañuelos azul celeste que anudan en la garganta. La sangre que corre por las venas de estos hombres y estas mujeres empieza a buscar, no sin dificultad, nuestras arterias. Sin superar innumerables obstáculos, no pasan los nuevos torrentes por las viejas tierras. Los campos de labranza se convierten en paisajes, los trenes dejan de pasar, las antiguas fábricas están abandonadas, los conventos sobreviven y los payeses están desconcertados; pero los ríos de la vida, dura y a la vez risueña, siguen buscando la corriente que lleva hacia el mar. El mar en este artículo no es metáfora de la muerte, sino de la humanidad.

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