Ciudad sin ley
Tres horas de barra libre. Tres horas fue lo que estuvieron moviéndose a su antojo los cuatro individuos que forzaron la entrada del campo de golf de La Hinojosa, propiedad del Ayuntamiento de Madrid. Un espacio de tiempo en el que sin prisas ni nervios arramblaron con todo lo que pillaron hasta llenar cuatro grandes bolsas con las que salieron triunfales del recinto. Es verdad que no valieron para forzar la caja fuerte pero, a cambio, gozaron de lo lindo reventando las máquinas del bar y destrozando los despachos, los vestuarios, las tiendas y el mobiliario del restaurante. Es decir, que se llevaron cien y devastaron por valor de mil. Y todo ello con la soltura de quien actúa en la confianza de que su acción quedará impune. Entraron enmascarados encañonando por la espalda al único vigilante del campo, una instalación de diez kilómetros de perímetro.Aquello es pan comido. En los últimos seis meses La Hinojosa ha sido asaltada en tres ocasiones y ese mismo vigilante recibió hace dos meses un par de puñaladas en otro robo. Aunque últimamente han mejorado las medidas de seguridad, los complejos deportivos municipales son objeto constante de robos, asaltos y actos de gamberrismo que convierten sus instalaciones en un erial. En ese campo de golf al menos hay vigilante, pero no es el caso de los polideportivos que los vándalos suelen visitar con inusitada frecuencia. Desde la medianoche y hasta primera hora de la mañana quedan prácticamente indefensos ante la posible incursión de indeseables. En algunos de ellos han entrado de madrugada bandas enteras para montar su particular juerga destructora. Uno de los que recibió reiteradas visitas de las hordas salvajes ha sido el polideportivo del Pilar, un complejo bien equipado que la alegre muchachada pone patas arriba de vez en cuando. Rompen los cristales del solarium y, tras meterse en el cuerpo unos porros que atufan todo el recinto, tiran los bancos, el material deportivo y los cascos de las litronas a la piscina cubierta. Allí quienes mejor controlan su tránsito intestinal defecan en el agua como final de fiesta para dejar la firma orgánica de su asquerosa bacanal.
Episodios similares se producen también en los colegios e institutos, donde los continuos asaltos han obligado a los centros docentes a gastar mucho dinero en sistema de seguridad. Siempre hubo gamberros dispuestos a arrasar los bienes ajenos en general, y los públicos en particular, pero en los últimos años su prestigio social parece haber ganado muchos enteros. Ahora no está tan mal visto hacer el bestia y hasta hay un cierto complejo a la hora de sancionar a quienes lo ejercitan. Es como si la suya fuera una acción propia de la efervescencia juvenil que exige más comprensión que represión. Así tenemos las fachadas de la ciudad repletas de pintadas que proyectan la imagen de un inmenso vertedero de estupideces. Pintadas de las que no se libran los edificios de valor histórico o artístico, ni parajes que supuestamente deberíamos mimar.
Es el caso de los jardines de Sabatini, donde el pintarrajeo de los muros y monumentos ha terminado obligando a los guías turísticos a sacarlos de las rutas monumentales porque resultaba bochornoso mostrar aquello a los visitantes. Por cada graffiti al que, con mucho empeño, pueda encontrársele algún valor artístico hay más de un millar que sólo son expresión pura y dura de la incultura y la zafiedad de sus autores. Algunos incluso con mensajes más que preocupantes. El "muerte al moro" y otras frases similares con que han decorado últimamente los bancos de algunos parques de Madrid da idea de la calaña a la que nos enfrentamos.
Poco o nada se hace contra estos imbéciles que campan por sus respetos disfrutando de una impunidad casi absoluta. La teoría de los cristales rotos que aplicó el alcalde Giuliani en Nueva York y en la que se inspira el proyecto de Policía 2.000 puesto en marcha aquí por el Ministerio del Interior considera que cuando un delito, por pequeño que sea, queda impune invita a la comisión de otros de mayor envergadura.
Aquí la sensación general es que ni les regañan. En Madrid hay tantos vidrios rotos que parece la ciudad sin ley.
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