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Tormentas

JUANJO GARCÍA DEL MORAL La silueta del Carallot aparece a cada momento por la banda de babor. Desde la bañera de popa, caña en mano y bajo un manto de estrellas, la lejana tormenta, al norte, constituye un espectáculo, una distracción que hace más llevadera la espera de la ansiada picada. Los rayos y los relámpagos hacen visibles la islas en la oscura noche, mientras por el otro costado se ve alguna que otra estrella fugaz. La tormenta, por un lado, y el inmenso firmamento, por el otro, constituyen toda una demostración de poder, una cura de humildad. Las tempestades -ciertamente más caseras- que se viven por esos días en tierra firme, aparecen ridículas a su lado. La enorme cantidad de energía que desprende la tormenta y la inmensidad del viaje estelar son el contrapunto a la estéril trifulca partidaria, al inútil periplo presidencial, a la absurda polémica del trazado del tren y a tantas otras cuestiones que ahora parecen tan lejanas. Y es que allí, en la costa, todo sigue igual: los socialistas, a la greña, y los populares, a la espera. Unos, enfrascados en una lucha cainita que les hunde cada vez más en el abismo. Otros, impasibles, echando balones fuera cuando se quema el monte y viajando -dicen que para abrir nuevas posibilidades de negocio- a un país donde en la práctica sólo existen el narcotráfico, los paramilitares y la guerrilla. En ambos casos, los protagonistas y demás miembros del reparto aprovechan para continuar pescando, mientras sigue la discusión acerca del camino más corto hasta Madrid y mientras en Les Platgetes algunos -los de siempre- practican el infame deporte del peloteo, las tentativas de acercamiento, las palmaditas en la espalda y los elogios al juego del presidente que constituyen sólo la parte más visible de los descarados intentos de acercarse al poder. La picada me sorprendió pensando en todo ello y me devolvió a la realidad: yo seguía de vacaciones, pescando a treinta millas de la costa, había una pieza más en el capazo y estaba muy lejos de esas estériles tormentas.

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