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El rebaño

Fue un día cualquiera del pasado mes de agosto; sábado, para mayor precisión. Escarmentado en miles de cabezas ajenas dispuse, precavido, el viaje en uno de los primeros vuelos del día; suelen ser puntuales. En tiempos de normalidad los retrasos van acumulándose a lo largo de la jornada, si bien esto no es axiomático. Nada dejo al azar: el reloj de la mesilla de noche, con la hora en punto de la diana, la prevención del despertador telefónico, aunque sospecho que es un servicio ya inexistente, y el taxi encargado la noche antes. Sería demencial que todas las previsiones fallasen. Siempre he dispuesto de un avisador biológico que me desvela antes de la hora precisa. La ducha y el repaso al breve equipaje consumen los premeditados minutos y estaba abriendo el portal cuando llegó, puntual, el automóvil para ir al aeropuerto. Sábado, agosto, es decir, escaso tráfico rodado en la ciudad que estaba amaneciendo. El maduro conductor acababa de iniciar la jornada y se le notaba la veteranía, no sólo al detenerse ante cada desierto semáforo, sino que esperó a que yo le dirigiera la palabra, para enunciar acertados comentarios acerca del inmisericorde calor que habíamos pasado y las favorables expectativas otoñales. Llegamos al aeropuerto -terminal II- y me cobró lo que supongo fuera de rigor, añadidas mentalmente las cantidades suplementarias que quizá hubieran debido aparecer en el taxímetro. Como generalmente los taxistas tienen razón, hay que estar respaldado por precisos conocimientos tarifarios antes de entablar discusiones de problemático resultado.

Llegué a las 7.20 al mostrador donde chequear el billete. "Es curioso", pensé, "que nunca sea uno el primero en los aeropuertos; siempre hay gentes que parten antes". La empleada de Iberia desgarró, con cierto aire de comprensible disgusto, la banda adhesiva de un vuelo anterior, identificadora del equipaje, que siempre olvidamos anular porque nadie nos enseñó, de pequeños, a hacerlo. Pregunta si prefiero asiento de ventanilla o de pasillo, lo que me daba igual, en vuelo de escasa duración. Por consideración hacia mi vejiga acepté la segunda opción. No me suelo abandonar a los tiquismiquis, pero en el camino hacia el lugar de salida observé que no había indicación de plaza en la tarjeta de embarque. Regresé al mostrador, imaginando un disculpable lapsus, pero la madrugadora funcionaria explicó que, por causa que desconocía, el avión había sido sustituido por otro y no era posible, en aquel momento, especificar el lugar exacto, lo que no me planteaba problema alguno.

Los pasajeros fuimos convocados con antelación y conducidos a un enorme y silencioso autobús eléctrico y ecológico, emprendiendo un largo recorrido hasta el remoto lugar donde estaba el aparato, sin que se abrieran las puertas durante cuatro minutos. Alguien comentó: "Parecemos un rebaño de rumiantes belgas". Ni la menor protesta, aunque se intuía cierto malestar y sentimiento de impotencia, con ribetes de culpabilidad: "¿Y si era culpa nuestra y no fuésemos buenos como pasajeros?" Volvimos al punto de partida donde muchos pasajeros, sin distinción de sexo, edad, raza, credo político o religioso, desenfundaron el teléfono móvil para avisar a los deudos.

Diez minutos más tarde repetíamos el itinerario hasta el mismo avión, como si no lo hubiéramos hecho correctamente. Ya instalados, sin plaza determinada, otra breve espera. Hasta la escalerilla llega una furgoneta de la compañía y sube a bordo una pareja de mediana edad. "Tate, gente principal", me dije. Desconcertaba que se instalaran en clase turista y quizá no hubiera irregularidad alguna. Aún nos demoramos otro buen rato hasta tomar posición en la pista de despegue. Alcanzamos los 50 minutos de demora sobre la salida oficial lo que, en los tiempos que corren, no es para organizar un motín. Los viajeros no se soliviantan antes de las cinco o seis horas de espera. La sorpresa llegó cuando, alcanzada la altitud de crucero, escuchamos la afable voz del comandante de la aeronave que achacó el percance a cinco causas diferentes, por lo que pidió cinco veces disculpas. Me dio mala espina tanta explicación, ofrecida a un disciplinado rebaño no acostumbrado a que le presenten excusas. Tantas y tan poco creíbles.

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