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La cumbre de las maravillas

El pelotón subirá hoy el Angliru, un puerto virgen en la Vuelta a España, algunas de cuyas rampas no tienen comparación con lo conocido en el ciclismo profesional

Luis Gómez

Dicen y no paran de contar. Llegan a todos los rincones del universo ciclista noticias sensacionales de una estrecha carretera en Asturias que nace del municipio de Riosa (2.600 habitantes) para subir 13 kilómetros hacia el cielo hasta un lugar que le han dado en llamar el Angliru, nombre que viene de un pequeño lago donde acostumbra a abrevar el ganado que sube a los pastos de verano. No es su altitud la que impresiona (1.558 metros), no es su longitud la que asusta. Son sus rampas. Alguna alcanza el 23,5%, una inclinación salvaje que escapó al diseño de los ingenieros. Porque lo que era un camino recibió el asfalto hace seis años para aliviar el transporte del ganado: propició otros usos. Y, de ellos, la posibilidad de que los ciclistas probaran sus límites en desconocida lucha contra las fronteras de la ley de la gravedad. No se conoce en la centenaria historia del ciclismo, en Europa por más señas, que se haya subido en tales condiciones. Algunas de sus medidas dejan pequeño al Tourmalet (13% de pendiente máxima), liviano al Galibier (12,6%), leve al Stelvio, tímido al Mont Ventoux, menor al mismísimo Mortirolo, cuyas rampas no sobrepasan el 18%. Tal es su magnitud que ha ganado fama y reconocimiento aun antes de ser medido por los ciclistas. Es, o así lo parece, la cumbre de las maravillas. A tanto llega el asunto que se habla de un mito, de un santuario, de un símbolo para la Vuelta a España. No hay imágenes para el recuerdo, no guarda leyenda en sus carnes, no ha vivido la épica, parecía estar allí esperando el transcurrir de los años. Y ya es un fenómeno imparable, rodeado de la mercadotecnia fin de siglo (tiene ya hasta un libro, de José Enrique Cima, ex ciclista y ahora periodista en La Nueva España), un aluvión de mensajes en clave alarmista que atemoriza a los ciclistas: "Aquí se entra en el infierno", reza un texto impreso en el asfalto.

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Si la fama es exagerada, si la imaginación ha sido muy calenturienta, quizás el Angliru merezca una cura de humildad. Pero si el espectáculo responde, habrá que consignarlo en los libros y darle reconocimiento: la primera página será para el ganador de 1999. Y de la Vuelta se medirá su dureza, en años venideros, por incluir o no el Angliru.

Por el momento, el fenómeno es un hecho. Desde que se tuvo noticia de su existencia para el ciclismo, despertó un caudal de información como no ha habido igual en otra montaña. Del boca a boca a la letra impresa, de ahí a las ondas, a la imagen, a la peregrinación de toda suerte de ciudadanos ansiosos por anticiparse al gran día. El municipio de Riosa ha conocido desde entonces una romería interminable, cuyo colofón será la tarde de hoy cuando miles, dicen que cientos de miles, de ciudadanos pueblen las laderas de la montaña para ver a los ciclistas. ¿Qué es lo que buscan? ¿el no va a más? ¿el esfuerzo al límite de lo conocido hasta ahora? ¿el sufrimiento máximo?

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¿quizás la humillación del profesional, la derrota del ciclista con la montaña?. Sean sociólogos (o psicólogos) quienes se interesen por este aspecto del fenómeno (¿no habíamos quedado que el público no es quien demanda más esfuerzo al deportista?). Lo cierto es que el puerto está ahí, ha reservado día y hora, quiere vivir su gran día.

Desde que el diario As invitó a José María Jiménez a probar fortuna en el otoño pasado, justo el mismo día que un alto directivo de Unipublic visitaba la montaña para evaluar su candidatura para la Vuelta a España, el desfile no ha cesado: corredores en activo, viejas glorias, escritores (Javier García Sánchez, en día de niebla), un periodista, el colega Sergi López Egea, de El Periódico de Catalunya ("nunca imaginé nada semejante") y hasta políticos, como fue el caso, con la discreción debida, del lehendakari Juan José Ibarretxe, acompañado de escoltas en bicicleta. Emitieron su veredicto Perico Delgado, lo hizo Escartín, hasta Bahamontes y Julio Jiménez certificaron sus dimensiones. La dureza se midió en adjetivos superlativos: "horrososo" (Jiménez), "el más duro", "el más infame". "Nunca se había visto nada igual, algunos pondrán pie a tierra", advirtió Pedro Delgado, a lo que contestó el sprinter Marcel Wust, ganador ya ayer de su cuarta etapa: "usaré un triple plato, y si pongo pie a tierra, merezco retirarme de la bicicleta". De ahí, las cábalas, los consejos, las precauciones que se deban tomar, el margen de maniobra que permite, la alarma, el miedo.

Secuencia infernal

La ascensión al Angliru tiene una secuencia infernal. Viene precedido del alto del Cordal, una breve pared de 5.5 kilómetros con una pendiente media del 9 %. Tras el descenso, aparece el puerto: 13 kilómetros por delante, cada cual más terrible: el aperitivo son los primeros seis, a una pendiente del 11,7%, que da paso a un breve descanso, previo al verdadero infierno: para empezar una rampa del 22% que supera lo imaginable, de ahí al 15%, luego al 20%, 300 metros al 23,5% (rampa conocida como Cueña les Cabres) y un final sobre el 21,5%. Ningún otro puerto conocido tiene estas medidas, presenta esta dureza. Nadie está seguro de lo que pueda suceder en esas rampas, del castigo que significará para unos corredores que acometerán esta subida con 160 kilómetros a sus espaldas, de las sorpresas que puede desencadenar. Su leyenda tiene la ventaja del misterio, del camino hacia lo desconocido. En Asturias, como en algunos lugares de España, aún quedan. Dicen algunos especialistas que puede ser tanto el miedo que los corredores se abstengan de la batalla, otros argumentan que, son tan duras sus rampas, que impidan toda estrategia porque los ciclistas se limiten a sobrevivir y no tengan reservas para atacar. Habrá grandes diferencias, anuncian unos. Las habrá no tan grandes, contestan otros. Se hablará de un antes y un después. Hablan, hablan y no paran de contar. Es el Angliru, a lo que parece la cumbre de las maravillas.

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