LA CRÓNICA Las voces de la memoria PONÇ PUIGDEVALL
El día anterior al último eclipse del siglo estaba citado con Juan Luis Panero en Torroella de Montgrí, el pueblo ampurdanés donde reside desde hace 15 años, lejos del carnaval literario. Tenía que entregarle el regalo que un amigo suyo me había confiado, un CD editado por Visor con uno de sus escritores predilectos, Jorge Luis Borges, recitando una veintena de poemas, pero un cúmulo de extrañas circunstancias me impidió cumplir con el plan previsto. Tampoco tuve ocasión (persistía aún el rumbo incierto del azar) de disculparme por la descortesía y, cuando obtuvo el Premio Comillas de literatura memorialística que convoca la editorial Tusquets y quise felicitarle, la chapuza de unos ladrones al cortar la alarma de un comercio había afectado también los cables telefónicos de algunos sectores de Torroella. Es así que cuando coincidimos los dos en un bar de Girona no pude dejar de sorprenderme de que el terco azar no dispusiera lo contrario. Juan Luis Panero llegaba sediento de una entrevista radiofónica con motivo del premio, y pronto pude comprobar que la grave enfermedad que había padecido ya era sólo un recuerdo. También constaté, una vez más, que hablar con él significa descubrir que hay casos donde la literatura adquiere el rostro de la vida a la vez que la vida se convierte en la literatura. Entonces recordé que lo primero que me llamó la atención cuando empecé a leer aquel mítico Juegos para aplazar la muerte fue que su poesía podía entenderse como pasajes sueltos de su autobiografía literaria. Cierto es que la biografía real de cualquier escritor es la historia de sus relaciones con los libros, pero no conozco muchos ejemplos más donde el peso de las lecturas y el tributo amistoso a los escritores admirados haya sido tan creativamente fértil. En su poesía, la lectura no es sólo el estímulo necesario para encender el mecanismo del poema, sino que es la propia experiencia de la lectura -aquel libro de Jorge Gaitán Durán leído en Mallorca, una noche del año 1965, aquellos versos de Robert Lowell memorizados en un bar de Long Island mientras el bourbon iba menguando- lo que se alza como hilo conductor del argumento de los versos. Y lo mismo sucede con los escritores que sólo son un nombre en un pasado remoto, con los escritores que ha tratado personalmente, con los escritores que se merecen el tributo de la admiración y la amistad y, contra el tiempo y la distancia y la muerte, reaparecen como protagonistas de un cuento en el blanco de la página, dispuestos a revivir para siempre la plenitud y el entusiasmo, los pesares y las derrotas: Henry de Montherlant medita su muerte mientras desayuna, Malcom Lowry vuelve a ser el fantasma alcoholizado al borde del barranco del fracaso, Juan Rulfo narra otra vez las historias de cristeros y pólvora en el patio de una fonda mexicana, y el recuerdo de Pedro Gómez Valderrama es una buena ocasión para repetir los brindis con vodka. Al mismo tiempo, al lado de esta literatura transfigurada en vida gracias al poder de la escritura, la vida particular de Juan Luis Panero se transforma en literatura gracias a la recuperación de imágenes del pasado: es entonces cuando surge del olvido alguna habitación de hotel digna de recuerdo, cuando reaparecen ciertos gestos de la vida cotidiana que no merecen el desdén de la memoria. Es entonces cuando aparece el viajero incesante y la mascarada trágica de un amanecer en Roma, la gelidez de una tarde en París o la presencia cotidiana de la muerte en México reciben el reconocimiento de unos versos para impedir su eclipse definitivo. El mundo poético de Juan Luis Panero es un espacio de emoción y verdad donde la palabra experiencia adquiere su más profundo sentido. Quizá esa sea la razón de que su Poesía completa, para sorpresa de sus editores, se agotara en poco tiempo, y quizá sea esa la razón de que mientras comíamos y la literatura y la vida y la vida y la literatura triunfaban sobre la calidad de los platos, se acercara a la mesa una chica joven para agradecerle su obra y darle la enhorabuena por el premio obtenido. Una vida edificada sobre la literatura y una literatura arraigada en la vida: nada me extrañó menos cuando supe que el Premio Comillas había recaído en su autobiografía, Sin rumbo cierto, y tampoco me sorprendió que Panero eligiera como título unas palabras de Rubén Darío, uno de los poetas que le descubrieron lo que podía ser la poesía. Pero tampoco me sorprendió que, en la acepción naval del término, se insinuaran los viajes sin fin de Juan Luis Panero a través de Europa y América. No me sorprendió, porque la invención de su biografía poética coincide con la suya propia y vital, porque detrás de los mitos y las máscaras hay aquel "Ser, y no saber nada" que lamentaba Rubén Darío y que no es difícil de emparejar con aquellas preguntas fatales que se formulaba Robert Lowell: "¿Por qué hemos vivido?, ¿por qué tenemos que morirnos?". O lo que es lo mismo: a pesar de la literatura, a pesar de la vida, en palabras de Jorge Gaitán Durán, "no somos más que máscaras, máscaras que el Destino dirige como quiere". Es decir: sin rumbo cierto.
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