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¿Existirá el cristianismo en el siglo XXI?

La religión está en una gran crisis; y particularmente el cristianismo. Y dentro del cristianismo, el catolicismo. Hace poco salió un estudio sociológico en Italia en el que, con sinceridad, se analizaba la crisis doctrinal y moral de este cristianismo tan importante en la historia de Occidente. En España, varios sociólogos de la religión, entre otros González Anleo y González Blasco, han desvelado claramente esto que ocurre en nuestro país, en trabajos que publicó la Fundación Santa María. Pero no se dan cuenta, en las alturas de nuestra Iglesia, de esta nueva realidad, que debería preocuparles. Y lo mismo ocurre en otros países muy alejados de nuestra cultura latina. Incluso en Roma les pasa lo mismo que a los obispos españoles: siguen impertérritos sin comprender el mensaje que les están dando incluso muchos católicos que no quieren comulgar con ruedas de molino. Uno de los hechos más significativos es la condenación del teólogo tan popular, el indio Anthony de Mello, varias de cuyas enseñanzas no ha comprendido la Curia Romana. Roma no entiende el cristianismo expresado desde el punto de vista oriental, y pretende que todas las culturas sigan sólo la expresión romana de la teología.

En América no ha escatimado el Vaticano sus críticas a la teología de la liberación, que pretende un cristianismo centrado en la marginación social del pobre pueblo latinoamericano. Y en África los discursos papales, cuando Juan Pablo II hace uno de esos costosos viajes más teatrales que eficaces, nunca tienen en cuenta los problemas de fondo de unas culturas que nada tienen que ver con nuestro pensar ni nuestras inquietudes europeas.

Los movimientos católicos conservadores, tan apreciados por el Papa, son un insignificante grano de arena en la inmensa playa del mundo. Y, por supuesto, apenas tienen influencia alguna sobre la sociedad actual. Y, en cambio, los grupos católicos avanzados son mal vistos en Roma, y cada vez resultan sus seguidores menos en número, descorazonados como están ante la incomprensión vaticana, que aburre a los que somos renovadores de un cristianismo que se ha vuelto obsoleto. Y la teología se encuentra cada vez en menos manos, por los ataques que recibe constantemente de las alturas, que hacen poco apetecible dedicarse a ella.

Ante tales hechos, los que queremos ser todavía cristianos no sabemos qué pensar sobre el futuro del movimiento que fundó Jesús de Nazaret hace 20 siglos. Incluso, ante el avance notable y creciente de religiones esotéricas o del islamismo, dudamos de si pasará la casi desaparición del cristianismo como ocurrió en la más floreciente cristiandad de los primeros siglos de la Iglesia: el norte de África, donde brillaron tantas figuras decisivas para ese desarrollo norteafricano, como san Cipriano o san Agustín. Incluso los intentos cristianizadores de siglos más tarde, como el llevado a cabo en el medievo por el mallorquín ecumenista Ramón Llull, han fracasado. Es muy posible que terminemos por convertirnos los cristianos en una minúscula "diáspora" como pensó en algún momento el mejor y más inteligente teólogo católico de este siglo, Karl Rahner.

Aunque el papa Juan XXIII quiso un aggiornamento en doctrina y costumbres, hoy parece olvidado. Y de Pablo VI nadie se acuerda de que propugnó una "inculturación" del cristianismo, hoy sólo romano, para poder vivirlo al modo africano o asiático; y yo añadiría, incluso a la manera azteca, como quiso en el siglo XVI el obispo Zumárraga, o de cualquier otra cultura popular.

Además, se presenta hoy otro grave problema que algunos teólogos han esbozado, aunque vaya en contra de lo que casi siempre se ha enseñado tanto en la Iglesia católica como en la protestante. La cuestión es: si el mensaje salvador que predicó Jesús en favor del hombre es el único mensaje de salvación religioso-humana, y por eso hemos de insistir los cristianos, por activa y por pasiva, haciendo lo posible por meterlo como sea en otras culturas que han tenido durante siglos otra manera de vivir, espiritual y religiosa distinta de la nuestra. Hablando en términos tradicionales, para que se entienda: ¿es la Biblia el único libro sagrado auténtico, o ese mensaje revelado se manifiesta también en los Vedas, por ejemplo?

Todavía algunos dan un paso más en esta línea: se preguntan si Jesús es el único personaje divino, según la terminología religiosa al uso, o ¿hay otros que podríamos llamar Jesús de algún modo, porque son transmisores de un mensaje que viene igualmente de Dios, hablando en conceptos tradicionales?

¿No cabría pensar que, siendo para un cristiano Jesús el centro salvador, cabe creer que el mensaje fundamental que él ha transmitido no queda encerrado en los Evangelios escritos para una parte de la humanidad, sino que se encuentra, con muy distintas palabras y conceptos, también en otros libros, tenidos por sagrados en otras culturas, como los Vedas hindúes o las Analectas de Confucio?

Preguntas que debemos hacernos los cristianos, y que teólogos occidentales, asiáticos y africanos se están haciendo con valentía y claridad, pese a las reticencias y condenaciones de Roma. Quisiera, por eso, dar unas muestras de estas posturas que el público español desconoce, aunque son cuestiones que danzan más o menos claramente en la cabeza de muchos.

El profesor católico alemán F. J. Kuschel llegó a estas conclusiones posibles: para él lo realmente cristiano es "el hombre nuevo", caracterizado por su confianza incondicional en Dios, y la actitud fundamental ante la vida basada en la paz, el amor y la reconciliación. Y piensa que donde se viva ese deseo efectivo, por la paz, por la ayuda mutua y la solidaridad, se hace concreto el "Cristo espiritual"; y añade que "esto es posible en cualquier religión". Lo que no es de recibo es aquello que ocurre en todas las religiones, y también en la cristiana: la superstición, la milagrería y la violación de los derechos humanos, sobre todo dentro de ellas.

Otro teólogo, el jesuita indio Amaladoss, parece que se inclina por esta postura, que sostiene la complementariedad de todas las Escrituras, sean cristianas o no lo sean. Postura en la que un cristiano llegaría a aceptar que "la Biblia no es la exhaustiva y adecuada narración de la acción y de la automanifestación de Dios en el mundo: el acontecimiento Jesucristo (...) no puede identificarse sencillamente (...) con el plan de Dios en el mundo". Y añade el jesuita norteamericano Avery Dulles, hijo del que fue famoso secretario de Estado del presidente Eisenhower: "No puede negarse que el logos eterno puede manifestarse a otros pueblos por medio de otros símbolos". Y otro jesuita de Sri Lanka, Pieris, termina diciendo sinceramente que nuestra Iglesia oficial "es", a esos ojos no occidentales, "un cuerpo esperpéntico en el que no se ve la cabeza, que es Jesús".

Una última pregunta, pero para mí la más decisiva: ¿el que practica el mensaje moral de Jesús, quien lleva a su vida el bien por el bien, que elige el bien y no el mal, no está ya aceptando un absoluto en su vivir? Y, entonces, ¿el creyente no tendría que pensar que este no-creyente ideológico ya está conociendo existencialmente a Dios al aceptar ese absoluto vital que es el bien, le llame como le llame? Eso pensó un filósofo católico nada suspecto: el francés Maritain; y con él coincidió una santa filósofa y mártir de los campos de concentración nazis, Edith Stein.

Al final, lo de menos es nuestra ideología abstracta; lo importante es vivir abierto hacia los demás no sólo con nuestras palabras, sino con los hechos.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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