Los ciudadanos y el cambio MIQUEL BERGA
Sólo el movimiento Ciutadans pel Canvi parece romper o alterar el habitual juego partidista ante las imminentes elecciones al Parlament. Sólo el PSC parece dispuesto a aceptar criterios y candidatos alejados de la militancia partidista. Sólo Maragall parece desear y estimular una candidatura que vaya más allá de las estructuras de su propio partido y se alimente también de la ilusión de ciudadanos dispuestos a reencontrarse con la política en estas condiciones... Tanta excepcionalidad despierta comentarios jocosos y paternales sonrisitas entre los profesionales de la cosa, entre los viejos zorros de la política que llevamos acumulando desde la transición. Todos, incluyendo sin duda unos cuantos cargos socialistas, necesitan pensar que Maragall no sabe exactamente dónde va y que el bueno de Pasqual tiene unos ramalazos de pensamiento débil sólo comparables a las dosis de ingenuidad que aún arrastra la gente y que explicarían la absurda aparición de esos llamados Ciutadans pel Canvi. No sé si, a pesar de tantos pesares, tendremos un cambio en Cataluña. Si las leyes de la naturaleza democrática son las que uno supone, algo debería ocurrir después de 20 años de la misma historia. Jordi Pujol, el político más astuto que ha dado el país en las últimas décadas, ha estado en el Gobierno más tiempo, mucho más tiempo, de lo que es corriente en cualquier sistema democrático. Debe sentirse satisfecho. Después de tantos años debemos suponer que ha podido dar al país todo lo que llevaba dentro, aunque sobre este particular los electores siempre tienen la última palabra. Hay cositas, sin embargo, como lo de disolver el Parlament desde un móvil en el Aneto, que podrían colar como un gag ideado por Albert Boadella, pero que, siendo reales, aparecen como una ocurrencia de final de etapa. Sería razonable esperar que su contribución se realizara, de ahora en adelante, desde otros ámbitos. Ahora bien, la necesaria oxigenación democrática que necesita el país no sería un elemento suficiente para que un montón de gente expresara tan abiertamente su apoyo a la candidatura de Pasqual Maragall. Tampoco basta con el carisma o el charme personal del candidato. Se trata, más bien, de la percepción creciente de que él es la personalidad política del momento por varios motivos. O, para decirlo con el estilo que nos ha enseñado Pujol: ahora toca Maragall. ¿Por qué ahora sí? ¿Cuáles son los motivos? Para la gente de Ciutadans pel Canvi que conozco, la ilusión de volver a participar activamente en un proceso electoral tiene que ver con la apuesta, arriesgada por supuesto, que Maragall hace para violentar la inercia, la lógica mecánica, de los aparatos de los partidos. Lo hace, hay que reconocerlo, en el ámbito del único partido que ha hecho esfuerzos para la renovación impulsando, por ejemplo, el mecanismo de las primarias. No todo le está saliendo bien en este campo, pero al menos lo intenta. Y la gente confía, en este sentido, en Maragall porque ha visto cómo, a diferencia de Pujol, no se ha dedicado a devorar potenciales sucesores, sino que ha sabido, por ejemplo, preparar un relevo ejemplar y generoso en la alcaldía de Barcelona. Nos atrae, también, la posibilidad de tener en la presidencia de la Generalitat a alguien capaz de imaginar una Cataluña distinta y de representarla con un estilo distinto. Aspiramos a tener un presidente realmente institucional, que sume energías ciudadanas en la complicidad de los proyectos comunes en lugar de un presidente que no se saca la llufa de su partido y que sólo espera la complicidad de las esencias. Queremos, como muchos dicen, que las esencias dejen de esconder las deficiencias. Y queremos, modestamente, colaborar en la reconstrucción de puentes entre las diversas sensibilidades de la izquierda catalanista. Maragall es, en este momento, la personalidad política más capacitada para agrupar y canalizar estos deseos. En el acto que nuestra plataforma organizó el 20 de agosto en Calonge estaban presentes los tres ex senadores de Entesa dels Catalans por la demarcación de Girona elegidos en las primeras elecciones democráticas. A muchos les pareció un síntoma muy especial. Los más optimistas, quizá alentados por el lúcido parlamento de Antoni Puigverd, presentían en la magia de aquella masiva reunión estival el presagio de una segunda transición
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