El balance
En casi todas las culturas y tradiciones religiosas, la inminencia de un fin de siglo es ocasión propicia para la reflexión y el balance. El siglo que ahora concluye -según el cómputo cristiano del tiempo histórico- lleva la impronta del rápido desarrollo científico y tecnológico, y la complejidad creciente, en todos los órdenes, de la "aldea global". En lo político, el ascenso de la democracia, no exento de reveses temporales o parciales, aparece como uno de sus rasgos definitorios, como la más preciada prenda de un futuro más apacible.La conjunción de estos factores -en general, de signo positivo- ha suscitado también situaciones de gran tensión social en el interior de muchos países, en particular cuando los principios y valores de Occidente se han tratado de imponer de modo arbitrario, sin tener en cuenta la cultura de otros pueblos. El deseo de dominio y la carencia de un marco jurídico universalmente reconocido han dado origen a las guerras más devastadoras de la historia. Desde el uso de los blindados, la aviación y las armas químicas, en la guerra de 1914-18, hasta los misiles y la bomba atómica, en la de 1939-45, la industrialización de la violencia y el exterminio alcanzó cotas inimaginables en la primera mitad del siglo. Todavía, en los últimos años, hemos presenciado impotentes los genocidios de Camboya y de Ruanda, los inacabables conflictos de Angola y Afganistán, la desintegración del Estado y la sociedad en Somalia, el rebrote del racismo y las campañas de limpieza étnica en los Balcanes.
Estos acontecimientos ensombrecen las expectativas creadas por el hundimiento del telón de acero, la desaparición del apartheid en Suráfrica, la reconciliación alcanzada en Guatemala, El Salvador o Mozambique. Victorias de la paz y de la libertad que han tenido como actores principales a inteligentes, esforzados y a veces geniales ciudadanos de los propios países. La ayuda externa a estos procesos fue inexistente en muchos casos, errónea en algunos y, en otros, como han puesto de manifiesto las "comisiones de la verdad" con excesiva frecuencia, un delictivo colaboracionismo con los sistemas autocráticos y sus mecanismos represivos.
Pese a todo lo ocurrido y a tantas lecciones manifiestas, no se ha realizado en los últimos años de este siglo -por falta de consciencia, de visión y de liderazgo- el esfuerzo concertado en pro del cambio de rumbo que el mundo necesita. Sólo hay reacciones emotivas ante el horror, que en algunas -pocas- ocasiones movilizan a la comunidad internacional. Depende de las veces que se muestre en los medios de comunicación: ¿cuántas los refugiados de Kosovo?, ¿cuántas los de Sierra Leona? Y es que sigue predominando la cultura bélica, basada en la violencia y la opresión, y no se ha forjado una verdadera alternativa, una cultura de paz, capaz de concitar voluntades en aras de las generaciones venideras. El único foro de democracia a escala internacional, la ONU, ha visto su autoridad socavada por cuarenta años de guerra fría y, en la última década, por decisiones unilaterales de los más poderosos, que han hecho caso omiso de los principios y compromisos que la sustentan. Las acciones bélicas recientes -guerras que no se atreven a decir su nombre- realizadas fuera del contexto de las Naciones Unidas, el único espacio político en el que la voz de todos los países puede ser oída, constituyen un grave precedente. En lugar de fortalecer a la ONU, se la ha debilitado. En lugar de facilitar el cumplimiento de su misión preventiva, a través del desarrollo endógeno, se la ha relegado a tareas de asistencia humanitaria. Los países líderes deben darse cuenta de que en el mundo actual (ya "uno o ninguno") los nudos gordianos no pueden desatarse con la espada, y de que la paz y la democracia no se consiguen desde fuera, sino que se construyen desde dentro. Y, sin embargo, han disminuido la cooperación internacional para el desarrollo (aproximadamente, el 0,2% del PIB, en lugar del 0,7% prometido) y han escatimado recursos de toda índole a las Naciones Unidas. Simultáneamente, el Estado-nación ha experimentado rápidas mutaciones: en unas décadas se pasó del Estado providencia -omnipresente, omnipotente- al Estado mínimo, para llegar en los últimos años al Estado "atalaya" y mediador, a menudo debilitado por una excesiva privatización. E1 auge del neoliberalismo amenaza con sustituir el totalitarismo público por una forma de absolutismo privado, que beneficia sobre todo a las grandes empresas transnacionales. Estos conglomerados empresariales, grandes andamiajes de megafusiones que llegan a tener dimensión planetaria, escapan al control de los gobiernos y pueden ejercer -sobre todo en países pequeños- una influencia decisiva sobre los recursos, la producción y el bienestar de los ciudadanos. Aquí, de nuevo, sólo en el marco de la ONU podrán establecerse los "códigos mundiales de conducta" que los grandes tráficos internacionales (capitales, drogas, armas...) requieren.
Uno de los peores resultados de la llamada "economía de mercado" -se llegó a hablar, ¡que disparate!, de sociedad y de democracia de mercado- es la instauración, en los países menos favorecidos, de un "círculo vicioso" de préstamos, que genera una dependencia aún mayor de la ayuda financiera y técnica exterior. Los mismos países que proporcionan los fondos venden sus equipos, suministran sus ingenieros... Ésta es la clave de la situación actual a escala mundial: los ricos se enriquecen cada vez más, mientras que los pobres son cada día más pobres. Por eso la ONU exhorta reiteradamente -y desde hace años, sin ser oída- a desmontar este sistema bipolar, que acumula opulencia en uno de sus extremos y miseria en el otro.
En el ámbito de la política internacional, la guerra fría nos acostumbró a la paz de la seguridad, la del equilibrio del terror nuclear en el exterior y el silencio y la impotencia en el interior de los países sometidos a la URSS. Ahora afrontamos el reto de forjar la seguridad de la paz y la democracia, basada en la justicia y la solidaridad. E1 hundimiento del bloque soviético, que proclamaba el ideal igualitario a expensas de la libertad, constituye una advertencia: nuestro mundo, que otorga a la libertad el valor supremo y hace caso omiso de la igualdad, puede correr igual suerte, si los desequilibrios y las asimetrías siguen acentuándose. La respuesta está en la fraternidad, en compartir mejor riquezas, conocimiento y capacidad de decisión. Y no lograrlo por la revolución y la violencia, sino por el convencimiento, por la fuerza insuperable de la palabra, del clamor popular.
La voz del pueblo aparece como la mejor solución para contrarrestar las tendencias negativas que, en este fin de siglo, amenazan con tintes muy sombríos el porvenir. Pero la participación democrática necesita de la educación, condición sine qua non para alcanzar la "soberanía personal", la capacidad de autonomía y reflexión imprescindibles para el ejercicio responsable de los dere-
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