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Hacer memoria

Ahora que parece atisbarse una esperanza cierta de que por fin llegue a asentarse la convivencia política, libre y democrática en el País Vasco, es un buen momento para mirar atrás. O, mejor dicho, para detenernos un instante a reflexionar sobre la elaboración de la memoria colectiva; en este caso, de la memoria pública acerca de unos hechos tan dolorosos como los que han atenazado a la sociedad vasca durante estos treinta años. Una reflexión especialmente oportuna en una comunidad que en asuntos políticos sigue buscando demasiado a menudo la legitimidad en una determinada interpretación de su pasado, y donde observamos a diario, en los medios controlados por el nacionalismo, una preocupante tendencia a difuminar las responsabilidades de quienes han administrado el horror en estas tres décadas.Historiadores y estudiosos vienen analizando desde hace tiempo el terrorismo de ETA y otros grupos afines desde perspectivas muy diversas. Algún día no lejano -esperémoslo- este asunto pasará a los libros de texto de las escuelas como un capítulo cerrado de nuestra historia reciente. A la vista de ciertas actitudes, sin embargo, hay motivos sobrados para inquietarse con respecto a la imagen oficial que de ese incómodo pasado va a transmitirse a las jóvenes generaciones. Ninguna pretendida asepsia o falsa neutralidad académica debiera impedir que del debate entre esa pluralidad de perspectivas saliera un elemental consenso sobre cómo encarar ese pasado próximo. Un consenso básico que ha de cerrar el paso a maniobras exculpatorias, cuando no abiertamente negacionistas, que vienen ya incoándose desde la declaración de Lizarra, tendentes a edulcorar o trivializar realidades tan lacerantes como la matanza de Hipercor, el zulo en el que Ortega Lara permaneció secuestrado durante 532 días, o la inhumanidad de quienes decidieron disparar un tiro en la nuca de Miguel Ángel Blanco la tarde del 12 de julio de 1997.

Observaba no hace mucho Tzvetan Todorov que "el trabajo del historiador no consiste simplemente en establecer los hechos, sino también en escoger los más sobresalientes y significativos, y ponerlos en relación unos con otros; ahora bien, este trabajo de selección y de combinación está necesariamente orientado por la búsqueda, no de la verdad, sino del bien. La opción no se producirá pues entre la ausencia o la presencia de un fin exterior a la investigación misma, sino entre fines diferentes; no entre ciencia y política, sino entre una buena y una mala política" (Les abus de la mémoire, París, 1998). Y, en nuestro caso, el objetivo de esa "buena política de la memoria" -¿qué recordar?, ¿para qué recordar?- bien pudiera ser que las injusticias sufridas por las víctimas no se perpetúen, ni se repitan nunca más en el futuro. Escribir la historia de estos años terribles desde la perspectiva de quienes más han sufrido es hacerlo desde el lado de la inmensa mayoría, pues ciertamente toda la sociedad ha sido víctima de un terrorismo que, matando, secuestrando o extorsionando a unos centenares de conciudadanos nuestros, ha pretendido -y en gran parte ha conseguido- atemorizarnos a todos.

Sabemos que los partidos del frente de Estella van a dar -de hecho la están dando ya- una ardua batalla por el pasado, y que cuentan para ello con armas muy poderosas (entre otras, los medios de difusión de titularidad autonómica). Una batalla en donde lo que de verdad está en juego es el futuro, y cuyo eje consiste en presentar, para decirlo con sus propias palabras, todas las expresiones de violencia del contencioso vasco como resultado de un conflicto histórico-político entre Euskal Herria y los Estados español y francés. El fenómeno terrorista quedaría así relativizado, contextualizado sobre un delirante telón de fondo a la irlandesa: dos bandos combatientes, dos nacionalismos opuestos igualmente agresivos y excluyentes, entre los cuales se trataría de repartir la razón. En este sentido, las apelaciones a la generosidad en aras de la concordia con que desde estos sectores se apostrofa a las víctimas apenas disfrazan la hipocresía de quienes, habiendo tomado partido por los verdugos, están comprometidos de antemano en una operación de maquillaje de un pasado que les resulta indigerible, de modo que pueda seguir dándoles réditos en el inmediato futuro.

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Esta ofensiva mediática debiera ser contrarrestada por los demócratas vascos disidentes mediante una lucha no menos empeñada contra la desmemoria. Ahora que comienza a eclipsarse la dictadura del terror, no podemos permitir que se ultraje de nuevo a quienes han vivido cotidianamente sometidos al silencio. Y en ese combate simbólico nuestros objetivos coinciden, naturalmente, con los de las víctimas. El trabajo ejemplar de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación surafricana -un modelo que podría emularse en nuestro caso, según ha propuesto el colectivo de víctimas del terrorismo del País Vasco- pone de manifiesto que, en esta cuestión, hacer memoria significa ya en buena medida hacer justicia. Las víctimas tienen razón: sin justicia no es posible normalización alguna (ni, mucho menos, reconciliación). Y puesto que "sobre el olvido no es posible edificar la paz", "hay que conocer la verdad de lo sucedido", incluyendo el descubrimiento y sanción de "todos los responsables que se encuentran detrás de cada muerte" (Manifiesto de las víctimas vascas del terrorismo, 28-XI-1998). Sólo a partir de esa reconstrucción, y tras el arrepentimiento y el reconocimiento del daño causado, podrían adoptarse eventuales medidas de gracia. Entretanto, la reparación podría comenzar con algún gesto inequívoco de reconocimiento público. Un gesto -por ejemplo, la construcción de un memorial que recuerde los nombres de todas y cada una de las víctimas- que devuelva ante los ojos de todos su dignidad de seres humanos a quienes fueron privados de esta condición por la despiadada acción de los sicarios.

Primo Levi observó que el nazismo proyectaba una auténtica "guerra contra la memoria". Como se ha visto en las guerras de los Balcanes -recuérdese Sarajevo-, el nacionalismo alberga similares designios, al tiempo que extrae su fuerza movilizadora de una patología de la memoria colectiva. Una patología que se alimenta del resentimiento y clama venganza contra una serie de agravios pasados, a veces muy reales, pero también a menudo imaginarios. Conviene por eso tener presente que las mentiras sobre el pasado encierran en ocasiones una carga mortífera para el futuro: ¿acaso no hemos comprobado en el propio País Vasco que la justificación del terror nacionalista se apoya sobre una interpretación insostenible de determinados sucesos históricos?

No se trata -entiéndase bien- de recordar de manera morbosa y permanente unos acontecimientos enormemente dolorosos, ni mucho menos de avivar deseos de revancha. Lejos de eso, lo que aquí se propone es recobrar la memoria pública para que las víctimas, una vez reconocido su derecho a una memoria digna y no manipulada, puedan descansar. Y, sobre todo, para educar cívicamente a la población en el rechazo de un totalitarismo que todavía sigue muy presente en nuestras calles (la persistencia de actos violentos e intimidatorios contra los no nacionalistas pone de manifiesto que, por desgracia, la pesadilla no ha terminado). Esas elementales medidas de higiene democrática, tendentes a reconocer los hechos tal como han sucedido, sin ocultaciones ni tergiversaciones, pueden contribuir a evitar que un pasado mal gestionado hipoteque el presente y el futuro de la sociedad vasca. Precisamente para que sea posible dejar atrás definitivamente ese pasado que no acaba de pasar.

Javier Fernández Sebastián es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco.

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