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Saharauis

J. M. CABALLERO BONALD A veces, la contumacia xenófoba encuentra en la compasión una ocasional contrapartida. Por supuesto que no se trata de ninguna gestión concluyente, sino más bien de un estímulo pasajero. Es lo que viene ocurriendo cada verano, cuando ciertas loables organizaciones privadas traen a España, siquiera sea en régimen transitorio, a miles de niños procedentes de países asolados por las guerras, las hambrunas, los horrores. Sin duda que en este trance no somos nada mezquinos. Y quizá lo sean todavía menos los andaluces, o ciertos andaluces, esos que entienden la solidaridad como un vínculo innato de convivencia. Acabo de leer que unos 10.000 niños saharauis han venido a España este verano. De ellos, más de la cuarta parte van a pasar un par de meses en Andalucía. Las personas que se ofrecieron a acogerlos superaban en ocasiones al número previsto de huéspedes y pertenecían elocuentemente a familias modestas. Se ha hablado mucho de la efectividad de tan generosas vacaciones, pues esos niños, nacidos y crecidos en el desierto, volverán al desierto una vez que disfruten del interino regalo de un mundo con trazas de fastuoso. Un grifo, un helado o un televisor son para ellos objetos mágicos. No sé si, en términos pedagógicos, es aconsejable un cambio tan brusco: van a encontrar y a perder enseguida lo que apenas fue un espejismo entre la desolación inmutable de las jaimas. Yo estuve hace años, invitado por el Polisario junto a otros escritores españoles, en los campamentos de refugiados saharauis de la hammada argelina de Tinduf. Conocí de cerca a ese pueblo heroico sobreviviendo a duras penas, con sus escuelas y hospitales de adobe levantados en mitad del desierto, aferrado aún a la lengua de quienes lo habían falazmente abandonado a su suerte. Ya se insistía entonces en ese referéndum sobre el futuro del Sahara que Marruecos ha ido posponiendo una y otra vez, quizá porque lo intuye moralmente perdido. Parece ser que al fin ha quedado fijada su celebración para julio del año 2000, aprovechando los 50 furiosos grados del desierto por esas calendas. Pero la confección del censo de votantes saharauis sigue siendo un enmarañado asunto, sobre todo porque Marruecos se ha encargado de complicarlo aún más a costa de reconvertir la nacionalidad de algunas tribus de la zona norte del país. Los saharauis menores de 25 años establecidos en los campamentos de Tinduf no han conocido otro mundo que el emplazado en la inclemente redondez del desierto. Se han pasado la vida defendiendo la restitución del desierto. Una tarea ciertamente emocionante, sólo entendible en razón de lo extraordinaria: esa soberana libertad de recuperación de una patria consistente en un yermo. Recuerdo muy bien a esos refugiados ejemplares, dignificados por los asedios consecutivos del abandono. ¿Qué pasará finalmente en los comicios anunciados para el próximo verano? ¿Actuará el nuevo rey de Marruecos con la limpieza justiciera que no usó el padre? A ver si esos 10.000 niños saharauis que ahora viven en España, vuelven el año que viene con las marcas orgullosas de haberse convertido otra vez en los legítimos herederos del desierto.

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