Diez años después
A principios del verano de 1989 fallecía, o ascendía a los cielos según sus seguidores, el imam Jomeini. Llegado al poder casi octogenario, protagonizó en apenas una década un asombroso proceso revolucionario. Por vez primera en el mundo contemporáneo se hacía realidad una revolución islámica sobre las ruinas de un Gobierno autoritario de orientación laica. Ciertamente, puede parecer excesivo hablar de la revolución de Jomeini, dado que su papel fue, sobre todo, simbólico en los meses que precedieron a la caída del sha. En el enfrentamiento con el monarca y dictador, los verdaderos protagonistas fueron las grandes movilizaciones urbanas, en las que coincidían diversos actores sociales.Jomeini permaneció en Francia mientras se desarrollaron estas luchas. Pero fue él quien supo fijar las pautas y las metas del cambio desde el mismo día en que llegó al aeropuerto de Teherán, el 1 de febrero de 1979. Con determinación y frialdad, excluyó todo compromiso con quienes se enfrentaran a la instauración de la república islámica. Como en el caso de Lenin, Jomeini llevaba en la mente el tipo de Estado que quería construir, así como los fines a los que debía servir. Su decisiva innovación en el pensamiento político islámico, el walayat e-faqih, el gobierno del jurisconsulto, estaba perfectamente dibujada desde sus conferencias de Najaf en 1970.
Con esa fórmula, Jomeini resolvía una cuadratura del círculo en que se debatió a lo largo de su historia la reflexión islámica, por resultar inaceptable el reconocimiento teórico de un gobernante a imagen y semejanza de Alá o de su Profeta. En el Corán, el poder político se contempla desde abajo, en tanto que necesidad de obediencia al que manda. Ahora bien, ¿cómo evitar la desviación de este poder respecto de la ley divina y asegurar al mismo tiempo la permanente adecuación del gobernante a las normas del islam? La solución de Jomeini es bien sencilla: cuando quien gobierna es el Guardián de la Fe, aquel que ha consagrado su vida al conocimiento de la teología islámica, teniendo por apoyo a otros religiosos de similares saber y dedicación. Dicho de otro modo, cuando el poder es ejercido por las máximas autoridades del clero shií. Una perspectiva que no sólo contaba con soportes doctrinales, sino que además suponía la proyección sobre la política del gran poder económico del sector clerical en Irán, con los enormes fondos procedentes de donaciones a los centros de peregrinación. La tradición de los mártires shiíes, los descendientes de Alí, bajo la presidencia mágica del Imam Oculto, desaparecido hace más de mil años, ponía ahora su capital de recursos económicos y de manipulación de masas al servicio de la nueva teocracia.
El Guardián de la Fe previsto por Jomeini, nuevo imam redentor, sería el encargado de convertir esa historia sagrada en realidad política, pero no prolongando la frustración, sino dando vida a una auténtica sociedad islámica. En ella, el poder político de los ayatolás se traducirá en una reproducción ampliada de su poder económico. En términos marxistas, el clero shií adquirió, gracias a la revolución, la condición de clase dominante, y en cuanto tal tejió las redes de control y de defensa intransigente de sus intereses, con el respaldo de la invulnerable coartada religiosa. Éste es el principal obstáculo para todo cambio, según acaban de probar las jornadas de julio.
Porque gracias a la coyuntura de la guerra provocada por Irak y al recurso a todo tipo de medidas de excepción, frente al momento de grave inseguridad inicial, la revolución de los ayatolás puso en pie un sistema represivo cuya dureza en nada tenía que envidiar al del sha. Ejecuciones sumarias en masa, supresión de la prensa de oposición, bandas todopoderosas de guardianes de la revolución, castigo implacable a las mujeres sin velo, establecimiento de un montaje de delación generalizada, fueron elementos que pronto borraron las primeras ilusiones progresistas acerca del régimen. Sin olvidar un aditamento poco atractivo, aunque sólidamente enraizado en la tradición desde tiempos del Fundador: la eliminación terrorista, ordenada desde el poder, de todo disidente de peso, tanto dentro como fuera de Irán. En suma, todo es sospechoso para los agentes legales o alegales del poder clerical, y el tránsito de la sospecha a la acción violenta es inmediato, conforme podía comprobar cualquier turista, incluso en la primavera de Jatami, al llevar en la mano una guía... o una botella de agua mineral.
La histeria represiva provocaba algo asimismo perceptible por el visitante, a pesar del comprensible miedo y de todas las barreras impuestas para la comunicación: a la menor ocasión, los iraníes expresaban su hartazgo ante las restricciones impuestas por los clérigos. La modernización represiva del sha había generado una sociedad urbana con una notable penetración de los usos y las aspiraciones de libertad occidentales. Algo queda de ello. Y, además, los religiosos han sido pésimos gestores de la economía nacional, y visiblemente generosos hacia sí mismos, a pesar de toda la demagogia populista desplegada. De ahí las dos formas de rebeldía contra el sistema. Una, la de las urnas, hecha posible por la arriesgada apuesta de Jomeini, al proponer la compatibilidad entre el desarrollo de una sociedad moderna, participativa, elecciones libres incluidas, con la hegemonía indiscutible del poder religioso. Si algunos llegan a hablar de "revolución bajo el velo" para la mujer, más cuenta el comportamiento electoral, cada vez más aperturista, frente al núcleo duro del clero conservador. La réplica era de esperar: una intensa labor de desgaste contra el impulso reformista, encabezada por el sucesor de Jomeini, Alí Jamenei, volviendo a los viejos métodos: la satanización de los brotes liberalizadores en la prensa, el regreso a las prácticas violentas de los paramilitares islámicos, el crimen en la sombra contra el opositor. Conviene recordar que la segunda rebeldía, la de los estudiantes, no fue fruto de una evolución política endógena, sino que estalló como respuesta desesperada ante esos golpes sistemáticos dados desde el poder clerical. En el cual, de grado o por fuerza, ahora como cómplice involuntario de la represión, sigue integrado el presidente Jatami.
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