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Verano azul, digo, verde

JAVIER MINA Se nos ha vuelto a colar de rondón el parón veraniego. La canícula campa en las urbes achicharrando los cuatro sesos que por sus calles deambulan y paralizando el ya de por sí paralís agostopolitano. Hasta las carreteras están mudas: tras cobrarse el correspondiente y revisado cupo de víctimas propiciatorias han entrado en su habitual letargo de boas. Por doquier, garrillas al aire, michelines en adobo de sudor y aftersún, quemazones en la piel y lipotimias proclaman a los cuatro vientos, pero especialmente al llamado bochorno, que no hay curso político. En torno a las paellas y al sesteo zaherido por las moscas resuenan las palabras del sabio latino: "Es dulce cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas, contemplar desde tierra el penoso trabajo de otro; no porque ver a uno sufrir nos dé placer y contento, sino porque es dulce considerar de qué males te eximes". Despojado del ordinario curso de la vida, pero sobre todo de las omnipresentes y asfixiantes fauna y flora políticas, el contribuyente se lanza en vacaciones a la naturaleza como si se hubiera quedado huérfano. Más vale que para facilitarle el tránsito, la propia naturaleza, que es muy sabia, le ha enviado tres matronas que valdrían por las Tres Gracias si no fueran en realidad muchísimas más. Sus comadronas manos y selváticas opiniones actúan como nanas y el ciudadano deja de ver pateras en el Estrecho para ver motos de agua o delfines y acaba por no distinguir un escándalo de una boñiga. ¿Que quiénes son las sutiles mensajeras de sí mismas y parteras de la nutricia Tierra? Ahí van sus nombres: Hillary Clinton, Isabel Tocino y Loyola de Palacio (con ese nombre siempre tendrá que ser de algo... palaciego). La primera nos ha deslumbrado éticamente cuando ha dicho de su marido que no es perro que se pueda mantener atado al porche, perdonándole, sí, ciertos excesos orales, pero a la postre llamándole perro, que es lo que aquí nos interesa. La segunda, por haber prescindido estética y éticamente de la abundante laca que adornaba su pelo, gesto en el que se puede ver un claro intento de no contribuir a que se deteriore más el agujero de ozono, lo que -reconozcámoslo- hubiera casado mal con su dedicación al medio ambiente, y la tercera, por haber hecho del lino una estética. Las tres con su conducta no cabe más ecológica y natural han dado luz verde, y valga la redundancia, para que nos lancemos sin complejos a ejercer de tarzanes y robinsones estivales. Ya podemos recolectar caracoles o aplastar erizos y meterles mano furtiva a truchas y ranas para alegrar el calderete rebosante al fin de especies protegidas. Ya podemos encender una hoguera sin reparar en el posible incendio que añadirá unos miles de hectáreas al querido desierto que nos rodea y come, ya podemos meternos en un barranco para que, so pretexto de hacer deporte, hagamos que lo hagan doscientas brigadas de socorro. Ya podemos tirarnos a las olas donde más banderas rojas haya, y si es tras una copiosa alubiada, mejor. Ya podemos llenar de ruido la noche para que ardan de insomnio las estrellas. Ya podemos ziriquiarles un poco a las vaquillas del pueblo y apalear al chucho abandonado puesto que por algo lo abandonarían. ¿Y qué tal emprender un jovial progromo contra quienes son tan diferentes que con ellos sólo vale el mestizaje de los puños? ¡Qué esplendorosa resulta la naturaleza en verano! Da hasta pena que la demanda de rottweilers haya caído a cero. Lo dijo el mismo sabio de más arriba, o sea Lucrecio: "Con los plañidos fúnebres se mezcla el vagido que elevan los recién nacidos al ver las riberas de la luz: ninguna noche siguió al día, ninguna aurora a la noche, que no oyera, mezclado con lloros de niños, el amargo llanto que escolta a la muerte y al negro funeral". Vaya, que la naturaleza es tan sabia que nos da el chihuahua y el pitbull, el ratonero y Clinton, el corte de digestión y el ligue de verano, el Tarzán de domingo y la Diana primaveral, las avionetas y Kennedy, el pañuelo y las lágrimas, palacios, tocinos... Sólo que donde los antiguos veían eso, sabiduría, nosotros no vemos más que estadística. O pejiguera.

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