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Tribuna:EL DARDO EN LA PALABRA
Tribuna
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Jacos de Troya

FERNANDO LÁZARO CARRETERHace muchos años, 70 tal vez, siendo obispo en Salamanca el Padre Cámara -famoso entonces, y allí tiene estatua-, llegó a palacio un parte apremiante de un convento de Alba de Tormes: una monja presentaba estigmas sangrantes en frente, manos y pies: ¿eran testimonio de que Cristo la asociaba a su crucifixión? El prelado, que conocía bien a sus profesas y profesos, y, según se aseguraba, tenía prohibidos los milagros en su diócesis, envió como indagador a don José Artero, canónigo de la Santa Catedral, que fue mi amigo. Es pena que tantas personas pasen dejando sólo una huella que muere con quienes lo conocieron. Don José, oscense de nación, era un cura bajo y recio, canoso cuando trabamos amistad, de rápido andar, con una mirada ya húmeda por la edad, pero de rayo; culto, vivaz, músico excelente: una de las pocas personas, en suma, que, en la Salamanca de aquellos años, podían charlar sin desdoro intelectual con su querido Unamuno. Fue después augur de la condenación eterna de Franco porque, desoyendo la advertencia bíblica, se había hecho excavar su tumba en una roca. Con tan peliagudo encargo, este recordado amigo tomó el rumbo de Alba. Y, reunida en torno suyo la comunidad, preguntó con inocencia casi infantil: "Veamos, hermanas, ¿quién es la santita?". Una voz sumisa, llena de arrogante humildad, brotó del grupo: "Una servidora". Le bastó a don José; y he recordado el sucedido cuando oí (¿o escuché, admirados locutores?) decir a una movediza política nuestra que habla y da que hablar: "Porque los líderes tenemos la obligación..." (dijo los líderes: se le escapó este supuesto masculino). Me acordé de la santita salmantina; pero esta otra se había adelantado a la pregunta antes de ser formulada: "Ecce líder", he aquí, ciudadanos, a una que os está guiando por la vía constitucional. No se le encendió el rostro. Yo sí sentí un rubor sustitutivo al comprobar, una vez más, qué bajos están los mínimos para tener asiento en un lugar llamado precisamente Parlamento. ¿Sabrá la impenitente oradora que son los demás quienes ungen con ese título sublime y sajón? Lo que no parece su caso: con dirigente iría pródigamente servida. En todo el arco parlamentario -así se dice- asaltan los sustos. Éste es de un miembro del mismo Parlamento madrileño, pero a otra mano. Y tiene gran mando, que va a aprovechar, dijo, para proponer algunas medidas en detrimento de la conflictividad. Otra palabra de moda, usada a lo que salga. El detrimento, es claro, supone "perjuicio", pero ¿se puede causar perjuicio a algo tan indeseable como es la conflictividad? El avispado líder no se sorprenderá si el médico le receta un antibiótico en detrimento de sus bacterias; ni si a un menesteroso le toca un buen premio en detrimento de su pobreza. He aquí ahora a un concejal, usufructuario de un cargo bajo en la escala de jefes cívicos, hoy muy cotizado. Habla de servir -no se puede mejor- a su querida ciudad, explica cuánto va a sacrificarle, y revela con la mayor sinceridad las gestas que proyecta emprender su grupo en la presente legislatura. Si alguien se alarma y se lanza al diccionario, confirmará que legislatura es el "tiempo durante el cual funcionan los cuerpos legislativos"; y si sigue indagando, se enterará sin sorpresa de que legislativo se dice del "derecho o potestad de hacer leyes". ¿Hacen leyes los ayuntamientos? Qué va: otra vez el infolio saca de dudas inexistentes: ley, dice, es, "en el régimen constitucional, disposición votada por las Cortes y sancionada por el Jefe del Estado". El enfático edil tiene un prurito hiperbólico similar al de aquel barbero segoviano que, según Quevedo, "se hacía llamar tundidor de mejillas y sastre de barbas". Convierte los concejos en cuerpos legislativos con la misma soltura que la oradora de antes se proclamaba líder. Y cabe suponer que una legión de colegas consistoriales lo está acompañando en esta demasía verbal. (Por ejemplo, aquél que soltando brida a su júbilo porque ya tenía acomodo municipal, dijo que los objetivos de su partido se habían rebosado ampliamente). No es preciso estar, claro es, en la política activa para agredir con éxito al sentido común. Hay un ex cargo muy importante, fuera de ella ya, inteligente tertuliano de radio, que, pocos días ha, estremeció a sus oyentes -lo soy, y muy complacido- con la apocalíptica denuncia de que el presidente Aznar, "ha dado un giro de 365 grados". ¿Tantos? Pero siempre hay consuelo: imaginemos que el giro hubiera sido bisiesto. Fue, sin duda un lapsus, pero otro hombre público, defendiendo por las ondas la aspereza de las sanciones a los conductores de trago largo, aseguró parecerle escasa porque, a veces, la policía se encuentra con moñas meritorias de mayor castigo. No le fue a la zaga otro eminente, éste de la administración sanitaria: ha anunciado el aumento de las camas convencionales en no sé qué hospitales. Esta vez, el diccionario sirve de poco -habrá que darle un toque- porque ese adjetivo se aplica, según dice, a lo establecido en virtud de precedentes o de costumbre, y esto, dicho de una cama, resulta más bien raro: ¿ocurrirá que la mía es convencional, porque la veo hacer así desde mis abuelos? Conforme a la letra del diccionario, no habría más armas convencionales que, por ejemplo, la tranca o el puñal trapero, siempre los mismos desde su ingeniosa invención. Pero resulta que lo son todas las armas no atómicas. Por tanto, tal vez ocurra que son convencionales las camas sin uranio. Puedo asegurar que no: aquel administrativo político de la salud se refería a las que no son de UVI ni de UCI, o sea, a las corrientes, que se llaman solamente camas, así, sin el apellido que sigue a esas otras y a algunas más igual de aterradoras. Pero ¡qué voluminosos se ponen el cargo y sus ocupantes con palabras tan prestigiosas como convencional! ¡Qué bien sirven su obligación estos líderes, artistas de la lengua! Políticos modestos o encumbrados, todo el mundo anda metiéndole caballitos de Troya al idioma (a veces, como éstos, no son grandes pero sí muchos, y con dos se forma un frisón). ¿Cómo va a pensar nadie en enseñar de verdad, no con logses, a ciudadanos que, verbigracia, sospechando sufrir mal de ojo, consultan a evidentes?; ¿o -entre mil horrores también dichos por la radio compañera de mi desvelo- a esa casi niña que sollozando proclama -y lo repite- su deseo de albortar porque se desmandó buscando el trébole la noche de San Juan?

Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.

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