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Un día de verano

LUIS GARCÍA MONTERO Las voces de los niños llegan desde la piscina, mezcladas con el rumor quebradizo del agua y con el mitin de los pájaros entre las adelfas. El día penetra en la casa segundo a segundo, como una procesión de hormigas que conoce las grietas de los ventanales, las quebraduras de las puertas, y recorre la cocina, el salón, hasta llegar a la mesa de trabajo. Suena el teléfono, la voz amiga, avergonzada de sí misma, avisa de que la noticia es mala, muy mala, y luego se atreve a crear el vacío, a imponer la repentina soledad del tiempo. Es un golpe seco, un instante en el que se detienen muchos años, pero al cabo de la niebla telefónica todo vuelve a su lugar. Las voces de los niños insisten en la piscina, los pájaros enloquecen en las ramas y el día, segundo a segundo, vuelve a centrarse en las orillas del mar, en los chiringuitos, en las canciones del verano, en la piel de los bañistas. El mes de julio cae rendido sobre la arena y el silencio fragua sus túneles en la felicidad de los demás. Los demás se han montado en los coches para empezar o concluir sus vacaciones. A mí me gustaría estar viajando hacia La Isleta del Moro, por una carretera de otra época, pero voy hundido en un silencio o en un comentario absurdo, viendo cómo los kilómetros se convierten en una cuenta atrás, en un rosario interminable de recuerdos, trescientos, doscientos, cien, hasta llegar a la ciudad de siempre, a la geografía de la amistad, a las noches, los bares, las casas, las anécdotas, los abrazos, las recriminaciones. La luna tardía se empeña en salir con un esfuerzo de resplandores pálidos sobre la oscuridad y clava su esfera justamente en el pico del Veleta, mientras el coche soporta los semáforos, la animación de las aceras, las terrazas de los restaurantes. Algunas parejas reivindican con demasiada tranquilidad su derecho a los pasos de cebra. En el tanatorio hay todavía poca gente. Iremos llegando desde la perplejidad, con una pregunta en los labios, con muchas imposibilidades en las respuestas. Otros duelos imponen su tumulto. Nadie puede imaginarse lo disciplinada y laboriosa que es la muerte en la ciudad. El cementerio está tan sobrecargado como cualquier local de moda, y en la cafetería pido un cortado, oigo conversaciones, miro rostros, hago cola para hablar por un teléfono que se llena de cristales rotos y me esfuerzo en mentir. Estoy bien, he cenado, sí, estoy bien, estoy bien, vuelvo a llamarte mañana. El camino difícil hasta la mañana siguiente busca su norte en los abrazos necesarios, en la cita de unos versos, en la soledad de unos cristales fríos, en la primera despedida y en la propuesta de tomar una copa en el sitio de siempre, en la mesa de la silla vacía. Camino de casa, con la intención de pedirle ayuda a la ducha, me sorprende en el taxi un control de alcoholemia. Los guardias civiles detienen con señales luminosas a los coches que sortean el penúltimo amanecer de julio y proceden con meditada educación al examen de los conductores. ¿Cómo podrían saber ellos lo que navegaba en tu sangre? El amor, el viejo amor, el pobre amor tan viejo, tan torpe, tan cansado, mira hacia el mar, entorna los postigos y se tiende y reposa.

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